Cuento de Navidad
Nunca he escrito un cuento de navidad. Una vez por estas fechas estuve en Laponia, muy cerca del Círculo Polar Ártico, en un sitio de mala muerte llamado Jukasjaarvi y lo intenté, pero lo único que logré fue acabar bebiendo una caja de cervezas Spendrups en la sauna. Fuera era casi verano, veinticinco grados bajo cero y el aliento que se convertía en una estalactita. Ahora estoy en el Hospital Clínico Universitario de Santiago a los pies de la cama de mi madre escribiendo esta crónica mientras otra paciente del corazón me pregunta con la mirada a quién escribo. No es a los Reyes Magos, sino al Sergas. Una carta de amor al Sergas. Anoche la operación se suspendió porque el banco de sangre se quedó sin plasma. Algo habitual, según los doctores. Mi madre está en una habitación confortable, el personal es amable, el café de máquina es bueno, las visitas educadas. No puedo ponerle una sola falta a la atención de esos jóvenes facultativos que acuden cada hora a su habitación a tomar la fiebre, abrir una vía, traer la merienda, pincharle un dedo para el grupo sanguíneo o bajarla, como esta mañana, a realizar una resonancia magnética.
Los enfermos cuentan su vida de forma atropellada, en el duermevela de los tranquilizantes
En esas largas horas animadas por el temblor de los fluorescentes recordé entonces el viejo Hospital de Galicia con goteras en el techo, luces vacilantes y habitaciones donde se apilaban hasta cinco enfermos que ensayaban otra tantas maneras de morir ante la concurrencia de los familiares, amigos o curiosos. Me sorprende, antes y ahora, que sea tan fácil entrar en los hospitales, hurgar en la pena dentro de los hospitales, enchufar el ordenador y escribir una crónica en los hospitales a los pies del enfermo.
En el cabezal de mi madre han colocado un cartel con dos palabras, la primera XEXÚN y la segunda QUIRÓFANO. Todo bajo control. Conforta. Sin embargo los doctores siguen el mismo comportamiento de antaño, entran como una exhalación en la habitación, comprueban que el paciente sigue vivo, revisan un momento el expediente y casi no miran a los ojos cuando uno les pregunta algo tan simple como la duración estimada de la intervención o en qué parte está situada la dichosa válvula mitral. Tengo que estudiar anatomía por Internet. Es normal: todavía no saben si va a hacerse la operación a las ocho de la mañana o entrará algún herido de urgencias que acabará con las reservas de sangre en el banco. Aquí nadie sabe realmente nada. Los viejos pacientes que llevan tiempo internados hablan con una facilidad pasmosa de placas, vías, contrastes, implantes y arterias como si fueran el mismísimo Dr. Barnard. La atención es la mejor, pero las preguntas siguen siendo una impertinencia.
El viejo hospital era como un leprosario. Las ambulancias tardaban un mundo en llegar a Santiago, cuando no se accidentaban antes por esos despeñaderos del Barbanza o de la Costa da Morte. Ahora hay autovía y las habitaciones son grandes y están bien iluminadas. Los pacientes provienen de toda Galicia. Los pacientes de una Galicia extremadamente envejecida. La gente mayor ya no hace preguntas. Quizás por eso no están acostumbrados, los doctores. Ven a alguien escribiendo a los pies de la cama y sospechan de las preguntas. Esas caras son de Fisterra, de Mazaricos, de Luou, de Laíño, de Cospeito, de Guitiriz, de Chantada... Los enfermos cuentan su vida de manera atropellada, en el duermevela de los tranquilizantes, de los antibióticos, de la nieve artificial que siempre hay en los hospitales, esa blancura cegadora.
Mi madre espera a que le extirpen el tumor y que le pongan una válvula. Los doctores hablan de fontanería. Miran otra vez el expediente y van camino de la siguiente tubería atascada, roñosa. Finalmente se produce el milagro: a la mañana siguiente, tras cinco angustiosas horas mi madre sale del quirófano camino de reanimación. El doctor es cauto. La operación no tuvo complicaciones. Ahora tendrá que despertarse del sueño y ver si el cerebro no ha sufrido lesiones. Esperamos al despertar. Mi madre me reconoce, saluda, trata de hablar a través de la mascarilla. Quiere saber qué hora es en el mundo. Está viva, tiene un corazón casi nuevo, es Navidad, gracias por todo Sergas.
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