El Ayuntamiento
Cuando se habla de monumentos a la futilidad de toda tarea humana, la memoria suele recalar en ejemplos bíblicos y figurarse cierta torre legendaria. Sin embargo, los sevillanos tenemos una ilustración de lo mismo mucho más a mano: contamos con nuestro Ayuntamiento. Quiero decir, con el edificio del Ayuntamiento, con la fábrica que lo acoge, con la sucesión de arcadas, cornisas, capiteles, techumbres y patios que aloja a los representantes de los ciudadanos. Dudo que haya otro Ayuntamiento como ése en todo el ancho mundo, y lejos de mí presunciones aldeanas. Roma, París o Viena pueden tratar de competir con la distinción de su arquitectura y mansiones de prosapia; Nueva York y Sydney alegarán modernidad, nervio, amor por las alturas, en todo lo cual superarán sin duda a nuestro modesto fenómeno de la Plaza de San Francisco; pero únicamente él, con diferencia del resto de los ayuntamientos del universo, es edificio a medias, como el centauro o la sirena; sólo que aquí, en lugar de cola de pez o las ancas de un jamelgo, tenemos una construcción de lego. La combinación de exquisita orfebrería plateresca y cemento chusco, de figuras sobre un granito parecido al encaje y la crudeza del hormigón armado, sorprende desde la niñez a todos los sevillanos y suele redondear los labios de los foráneos que nos visitan. En la fachada que mira a la catedral y la avenida de la Constitución, la que eligen los prospectos de viajes, el Ayuntamiento es una joya menor del Renacimiento, una especie de tarta de piedra multiplicada en guirnaldas, relieves y medallones, donde cariátides con la respiración encogida sostienen el peso de las pilastras y ángeles armados con clavas franquean la nobilísima madeja del escudo de la ciudad. Más allá, el hechizo concluye: la carroza se convierte en calabaza y al volverse hacia la Plaza Nueva del palacio de ensueño sólo resta un croquis de paredes lisas, donde se esboza grotescamente la situación que deberían ocupar los adornos que no están.
Esta semana se han presentado con mucha pompa los resultados de la restauración a que han sido sometidos ciertos rincones de nuestra casa consistorial. En concreto la escalera principal, de diseño renacentista, junto a una bóveda plagada de casetones y varias cúpulas que han mantenido ocupados a los especialistas durante ocho exigentes años de trabajo. Anuncian por ahí que lo próximo sobre lo que se aplicarán la espátula y el estropajo de dichos especialistas serán las arcadas del interior y que por último se acometerá una escrupulosa puesta al día de la fachada poblada de querubines y bichas. Siempre, desde que de chico me sorprendió esa transición repentina de las filigranas a los bloques y de lo aéreo a lo brutal, me he preguntado por qué no lo terminan. Me explico: por qué no lo remiendan imitando las formas originales y así consiguen evitar esa penosa impresión de vagancia, de desinflamiento, de improvisación abortada que transmite el conjunto actual. Sí, ya me parece oír a los integristas del patrimonio afirmar que la parte antigua debe conservarse intacta y diferenciada de las intervenciones posteriores, para preservar su carisma; pero aquí no se trata de engañar al espectador con material adulterado, sino de otorgar nobleza a una construcción que parece una pobre caricatura de sí misma, de las aspiraciones y las metas de las manos que la diseñaron. Supongo que me extravío en debates que se hallan más allá del limitado alcance de mis conocimientos (problemas de la recuperación de monumentos, ambigüedades del historicismo, fidelidad al proyecto original, el Campanile de San Marco y la Sagrada Familia), aunque no me resisto a pronunciar en voz alta un viejo deseo: el de ver algún día al Ayuntamiento convertido en adulto y dejar atrás el estado de larva, el de boceto sobre el torno del ceramista.
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