Señales viajeras
Así como existe el síndrome de Stendhal -ese desarreglo físico, ese trastorno del cuerpo y de la mente producido por el asalto súbito de una inesperada y magnífica acumulación de belleza-, deberíamos poder distinguir con un nombre no menos poético el desconcierto visceral que crea en nosotros la completa incomprensión de lo que tenemos delante, generalmente en un contexto en el que nuestros signos no funcionan, no encuentran respuestas adecuadas.
Los terráqueos de ahora viajamos mucho, y no sólo por turismo. Viajes de placer y de negocios facilitados por los ágiles -es un decir- medios de transporte, pero también y sobre todo desplazamientos debidos a migraciones, hambrunas y guerras. La gente está cambiando de lugar constantemente. Quienes viajamos porque podemos y queremos, lo hacemos con nuestro propio código de símbolos, más insustituible que el dentífrico, porque nos permite no marearnos con las novedades. Quizá es ese conjunto de guiños adquiridos, que nos protege mientras usamos el lenguaje de los tópicos comunes, lo que impulsa a los turistas a pasarse los viajes comparando entre lo "suyo" y "lo otro", y lo que incitó a una señora española, el otro día, en el comedor de un hotel cairota, a suspirar: "Ay, lo que yo daría por un bocadillo de tortilla de patatas". La oferta alimenticia egipcia al completo se hallaba desplegada en la larga mesa de los desayunos, pero estaba en clave oscura.
Así ocurre con las palabras y los gestos, los hábitos. No sabemos. Comprendemos mejor los muros, las piedras, porque hay guías, hay libros escritos. De las personas, de sus vidas, que a menudo se convierten en un simple telón de fondo que añade pintoresquismo a la visita, preferimos no saber. Intuimos que podríamos conocer más, pero sus señales no caben en nuestro neceser, en el caso de que nos las envíen, que no suelen. Son muy suyas, las gentes de los países anfitriones -lo sabemos muy bien nosotros: que se apañe el forastero, que espabile, que se integre-, y en general también se mantiene aparte de nosotros. Si ellos participan del diorama por el que nos movemos, bien podría decirse que nosotros formamos parte de la tropa incesante que entra por un sitio y sale por otro, agarrados a la seguridad que nos espera en casa, o a su fantasma, protegidos, o creyendo estarlo, contra los signos ajenos.
Perderse en medio de sus señales, de sus escenarios incógnitos y rostros herméticos: les ocurría a los personajes de la novela de Paul Bowless El cielo protector, y eso le sucede a cualquiera que, en medio de su travesía, por un momento, vislumbra un gesto, una escucha, una modulación de voz, se ve abatido por un color que jamás había visto, o por un sonido que, aun carente de sentido, le reclama para que aprecie la inmensidad del exotismo del otro. Cuando camino por las callejas de El Cairo, bien entrada la noche, ignorante de todo, y contemplo los trajines de los hombres -son horas masculinas-, en sus cafetines precarios -algunos se limitan a un toldo, un televisor y unos cacharros-, en sus tenderetes de mercancía indecisa, y veo a niños que pasan con bandejas cargadas de vasos de té que oscilan por encima de su cabeza, y al lado están otros arreglando un neumático, y más allá otros dos discuten... Me digo que estoy aquí y que no sé nada, y me pregunto cómo podría llamarse la desazón que me producen mis interpretaciones envasadas al vacío, ante el empuje de la realidad. ¿El síndrome de ser o no ser?
En cualquier caso, hace un par de días tropecé en un vestíbulo con una revista científica alemana y me sentí mucho más extraña ante un reportaje sobre cómo conseguir que un caballo sea de lo mejor, a base de cuidarlo desde que está en el vientre de la bestia, ponerle mascarillas y darle oxígeno extra; y ante otro trabajo en el que se glosaba el poder de consuelo de los muñecos de peluche para los ancianos. A veces lo incomprensible se encuentra muy cerca.
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