A la calle, que ya es hora
En la avenida Diagonal de Barcelona, frente al número 527, hay, desde ayer, una placa que recuerda que en ese edificio vivió Manuel Sacristán (Madrid, 1925-Barcelona, 1985). Puede allí leerse que fue "pensador marxista" además de "profesor y traductor". Y fue todo eso y mucho más. Por ejemplo: dirigente del PSUC en la clandestinidad. Incluso podría decirse que, pese a haber sido apartado de la docencia universitaria, su influencia es de las más potentes entre la intelectualidad catalana y española de la segunda mitad del siglo XX. Intelectualidad de izquierdas porque, si se ha de hacer caso a Simone de Beauvoir, no puede haber intelectuales de derechas porque el pensamiento o es crítico o no es. ¡Dios, que antiguo suena y, sin embargo, con cuánta carga de esperanza!
La derecha ha impuesto la especie de que sólo este mundo injusto es posible
La placa está en la calle porque la dueña del edificio donde Sacristán residió entre 1945 y 1957 y desde 1970 hasta su muerte, en 1985, se negó en redondo a que en su propiedad se recordara a alguien que, entre otras cosas, cuestionó el derecho perenne a la propiedad. De los asistentes, prefiguración de futuro, nadie recordaba el nombre de la dama.
En el acto intervinieron la hija del filósofo, Vera Sacristán, y el profesor de Economía Enric Tello. La primera recordó que si a su padre alguien le hubiera hablado de poner una placa, habría reaccionado como la propietaria: negándose. "A Manolo estas cosas no le iban y nos hubiera enviado a freír espárragos" (dicho en catalán, pastar fang). Gracias a gente "tan poco sociable" como la propietaria, siguió, se ha puesto en la acera, un espacio que usa la gente, más vivo que la fachada frente a la que se apostaban los empleados de la policía de la brigada político-social para memorizar la jeta de cualquier sospechoso que visitara la casa sin pertenecer a la propiedad.
Cuando a Manuel Sacristán lo echaron los franquistas de la Universidad, porque el franquismo no podía digerir la inteligencia y prefería el "viva la muerte" de Millán Astray, un colega (no confundir con compañero ni, menos, amigo), profesor también de Filosofía (tampoco habrá que confundir esto con filósofo), se ofreció a sustituirle. Los alumnos vieron claramente la impostura y recibieron al impostor con abucheos. Éste se arrodilló ante la turba y exclamó: "A Cristo también lo crucificaron". Así era la Universidad que no quiso a Sacristán y que le obligó a ejercer la docencia en casa, en las charlas, desde la traducción o el trabajo editorial, no siempre a la luz del día. Por ejemplo, recordó ayer la concejal Imma Mayol (quien se ha batido el cobre para conseguir espacio público para el homenaje), dirigió la revista clandestina del PSUC Nous Horitzons. Logró sacar a la calle 15 números en cinco años. Contaba, eso sí, con un consejo de redacción formado por Xavier Folch, Josep Fontana, Francesc Vallverdú y Josep Termes,
Manuel Sacristán pertenece a quienes ayer estuvieron presentes en el homenaje, gentes que pueden parecer derrotadas por el presente, pero que no se arredran ni se rinden. Saben que, aunque la derecha haya impuesto la especie de que sólo este mundo injusto es posible, cabe la transformación social, fruto de la acción humana.
Sacristán traducía las tesis del lógico Willard van Orman Quine sobre mundos posibles con la mirada puesta en el mundo real para transformarlo. Sufría la injusticia, la desigualdad social, desde el convencimiento de que puede ser reducida y, por qué no, eliminada de la Tierra. Y no sólo eso, sino que es una obligación moral contribuir a su supresión lo antes posible. ¡Ahí es nada como programa político de izquierdas!
Ayer se recordó también su percepción precursora del ecologismo. Pero difícilmente se hubiera apuntado él al ecosocialismo. Quizás hubiera preferido llamarse ecocomunista porque no temía a las palabras ni se sentía derrotado en el lenguaje de la razón y de la historia.
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