La memoria histórica y sus metáforas
La polémica sobre las fosas comunes y la posibilidad de perseguir penalmente al franquismo ha rehabilitado una legión de metáforas que, como la de abrir o cerrar heridas del pasado, o la de pasar páginas antes o después de haberlas leído, no serán recordadas por su originalidad ni por su capacidad para mostrar una realidad subterránea, como las que revela la auténtica poesía. Metáforas asociadas a otra metáfora como la de la "memoria histórica", concebida sobre el mismo molde antropomórfico que el "alma de los pueblos", quizá hayan de ser evocadas algún día por el prodigioso poder hipnótico que han demostrado, capaz de ocultar y de emborronar, hasta hacerlos ininteligibles, los asuntos sobre los que de verdad se está discutiendo.
Las metáforas sobre la memoria ocultan el asunto sobre el que se discute
No se puede sostener, como se ha hecho estos días, que la democracia española está suficientemente consolidada para cumplir con el deber de memoria hacia la Guerra Civil y, por otro lado, afirmar que no lo está, que no puede ser una democracia completa, mientras no cumpla con ese deber. O una cosa, o la otra. Pero es necesario recordar, además, que se hace un flaco servicio a la democracia en España, a las tres décadas de convivencia constitucional, cada vez que un grupo de ciudadanos se arroga el monopolio de poner o no poner el marchamo de democrático al régimen político en el que viven. Sobre todo cuando ese régimen político ni prohíbe ni persigue la causa que defienden. A estos efectos, poco importa que la causa sea justa, como sucede con algunas reivindicaciones colocadas bajo la metáfora de la "memoria histórica"; lo que está en juego es la manera en la que pretenden hacer valer su justicia.
La Audiencia Nacional ha cerrado el paso a la persecución penal del franquismo y, de inmediato, se ha propagado la especie de que los magistrados que han adoptado esta decisión han actuado por miedo o, peor aún, por una inconfesable connivencia retrospectiva con la dictadura. Otro tanto se ha dicho de historiadores, escritores o periodistas que, antifranquistas cuando había que serlo, se han pronunciado en favor de la resolución de la Audiencia y, consecuentemente, del recurso interpuesto por el fiscal Zaragoza. Tal vez seducidos por las metáforas, quienes han lanzado estas acusaciones parecen no haber advertido que el principal problema de la iniciativa del juez Garzón tenía que ver con los límites del uso que puede hacerse del Derecho Penal; esto es, de ese derecho que permite al Estado privar de libertad a los ciudadanos y que, por eso, exige el respeto escrupuloso de las garantías. Incluso para perseguir al más execrable de los terroristas o, también, al general Franco, por más que sus crímenes hagan de él un miembro destacado de la nómina negra del siglo XX, junto a Hitler, Stalin, Mussolini, Pinochet, Videla o tantos otros.
Imagínese por un momento una Audiencia Nacional en la que, convertidos en razonamientos jurídicos habituales los contenidos en los últimos autos del juez Garzón, se pudiera abrir procesos penales simbólicos contra cualquier ciudadano, como pretendía aquel magistrado prevaricador que, dando curso a sus antipatías políticas, se complacía en hacer subir y bajar las escalinatas del edificio a personas honorables. Imagínese, además, que a partir de ahora un juez pudiera, según ha hecho Garzón, reclamar su competencia para juzgar un delito en virtud de un artículo contenido en un Código Penal que no está vigente, ya sea el de la República, el de la dictadura o cualquier otro. Imagínese, en fin, una sentencia en la que la determinación del tipo penal sea resultado de un ejercicio de corta y pega entre tratados internacionales, sentencias de tribunales diversos y resoluciones de Naciones Unidas, además de algunos libros de historia, y del que se obtiene algo parecido al "delito continuado de detención ilegal en el contexto de un crimen contra la Humanidad", por el que Garzón quería imputar al general Franco y a 44 de sus cómplices.
Es difícil saber si una Audiencia Nacional de estas características abriría o cerraría heridas, si pasaría las páginas leyéndolas o sin leerlas. Sólo una cosa sería segura: un tribunal así resultaría incompatible con el Estado de derecho, por más que pareciera conforme a la legión de metáforas que ha rehabilitado este debate.
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