Víctimas de estas tierras
Algunos historiadores cifran en 6.818 eclesiásticos el número de víctimas de la Iglesia Católica en los primeros meses de la Guerra Civil. - El anticlericalismo violento se expandió aprovechando la disolución del Estado tras el golpe militar del 18 de julio
V erdugos y víctimas de la represión eran de estas tierras. Verdugos y víctimas de la persecución eran de estas tierras. Los que daban las órdenes, también". Este párrafo forma parte de las conclusiones del historiador Jordi Albertí i Oriol en su libro La Iglesia en llamas. Hubiera preferido titularlo Campeonato de la locura. Es la historia, ordenada y razonada, de la terrible violencia ejercida contra la Iglesia católica durante la guerra civil desatada por el golpe militar de julio de 1936. Albertí estudió antes, en El silenci de les campanes, el anticlericalismo y la persecución en Cataluña. Ahora aporta los datos, los motivos, las circunstancias e, incluso, el número de víctimas diócesis a diócesis.
En la fase jacobina de la Revolución Francesa murieron 2.000 sacerdotes, menos de un tercio de los asesinados en España
La primera conclusión es que la persecución religiosa es un aspecto crucial del conflicto fratricida. Cuestión previa a tener en cuenta es, en primer lugar, la tradición anticlerical. Se han publicado muchos libros sobre el fenómeno y el propio Albertí dedica la primera parte de La Iglesia en llamas a estudiarlo. El más clásico es Introducción a una historia contemporánea del anticlericalismo español, publicado por Julio Caro Baroja en 1980. Acaba de reeditarse, con un prólogo de Jon Juaristi.
"El anticlerical empieza a ser personaje folklórico", sostiene Caro Baroja en 1980. Los diccionarios de la Lengua no recogen el término anticlericalismo hasta su decimosexta edición, de 1939. Sobrino del gran anticlerical que fue Pío Baroja, Julio Caro se remonta a autores medievales, pero se fija sobre todo en las guerras carlistas, con la Iglesia católica "dando vivas a la Inquisición", y en los complejos episodios que dieron paso al golpe militar de Franco, que los obispos apoyaron desde el principio. "Yo lo vi", puede escribir, a veces. Sentencia: "Lo malo es que en la España nacional la Iglesia colaboró demasiado en la tarea justiciera que se habían impuesto los militares. Sí: hemos visto demasiados curitas y frailes con la boina roja y las dos estrellas de teniente marchando con el jacarandoso contoneo del vencedor". Pero reparte culpas y disculpas: "Llegó la República y hasta los diplomáticos del Vaticano creyeron que había república para rato. Los fallos empezaron a verse después. Hoy se acumulan en tal cantidad que lo que sorprende es que tal república haya existido. Esto no quiere decir que haya que cargar la responsabilidad a los republicanos y quedarse tan tranquilo. Una vez más, la mala suerte colectiva de España fue un ingrediente que explica los rasgos de pobre régimen".
Caro Baroja sostiene que "tanto el clericalismo como el anticlericalismo tienen perfiles de violencia extremada, en ocasiones, o rasgos grotescos, en otras". Alejandro Lerroux escribió en 1906 a los jóvenes de su partido: "Alzad el velo de las novicias y elevadlas a la categoría de madres para virilizar la especie". En 1933, presidió el Gobierno de las derechas, hasta que el escándalo del estraperlo acabó con su carrera política. Los asesinatos de religiosos son expresión exacerbada de ese viejo anticlericalismo. El lado grotesco, sumamente simbólico, se escenifica en la fotografía del pelotón anarquista que fusiló al Cristo del Sagrado Corazón en el madrileño Cerro de los Ángeles el 7 de agosto de 1936.
En La historia en llamas se hace un recuento de las primeras víctimas de la clerofobia: el asesinato de 25 sacerdotes en Manresa en 1822. Un año después, cayó el obispo de Vic, fray Raimon Strauch, por execrar de la Constitución liberal de dos años antes. "¡Españoles. Siempre detrás de los curas, unas veces con un cirio, otras con un palo", malició Baroja. La realidad es que la Iglesia católica ha sido víctima de muchas violencias, pero también verdugo e incitadora de pasiones. No fue un dechado de prudencia el cardenal de Toledo, Pedro Segura, cuando el 18 de abril de 1936 imploró "la maldición de Dios sobre España si arraiga la República". La foto de su expulsión, entre dos guardias civiles, dio la vuelta al mundo.
Los obispos proclamaron que la legislación de la República -ley de matrimonio civil, separación Estado-Iglesia, secularización de los cementerios, etc.- escondía intenciones de "persecución religiosa". Afirma el historiador Julián Casanova: "La Iglesia vivió la llegada de la República como una auténtica desgracia y se sintió muy satisfecha del golpe militar. El cardenal Gomá escribió: 'En la actualidad luchan España y la anti España, la religión y el ateísmo, la civilización cristiana y la barbarie. La Iglesia no dudó en ofrecer sus manos y su bendición a la política de exterminio inaugurada por la sublevación de julio de 1936".
Albertí ilustra, en cambio, cómo "la Iglesia fue la primera y principal víctima en las semanas de represión violenta que acompañaron a la revolución social que se desencadenó donde fue posible neutralizar la rebelión militar y de extrema derecha". Dice: "Si los milicianos que ocuparon la calle para derrotar al fascismo justificaban sus acciones en la necesidad de depurar la retaguardia, las autoridades militares y las patrullas nacionales lo hacían invocando un nuevo orden. En las retaguardias se incubó una tragedia peor que la vivida en los frentes. Allí tuvieron lugar los episodios más fratricidas, todos cargados de furor y pasión".
Sobre los perseguidores, los anarquistas de la FAI ostentan el dudoso honor de haberse distinguido sobre el resto de grupos políticos. Su persecución a la Iglesia católica fue un proyecto estratégico y, en muchos casos, planificado, según Albertí. El historiador Santos Juliá lo ilustra con este testimonio de Andreu Nin: "Nosotros hemos resuelto la cuestión religiosa, hemos suprimido los sacerdotes, las iglesias y el culto".
Las razones de los socialistas y comunistas para participar en la persecución fueron de índole mucho más pragmática, con menos carga ideológica. "No por este motivo están exentos de responsabilidades, ni tampoco los gobernantes del Frente Popular que, prisioneros de sus inercias intelectuales, tendieron a considerar los hechos como un daño colateral, una expresión inevitable de ira, cuando en realidad se convirtió en una cuestión tan corrosiva para el régimen republicano que resultó finalmente letal", afirma Albertí.
¿Fue la mayor persecución religiosa de la historia? Es la tesis del sacerdote Vicente Cárcel Ortí, el gran inspirador de la política de beatificaciones y canonizaciones de mártires impulsada por el episcopado, con 10.000 propuestas. Lo escribe en La gran Persecución. España 1931-1939. Historia de cómo intentaron aniquilar a la Iglesia católica. Lo mismo sostiene Stanley G. Payne. "Sí sería correcto decir que es la mayor de la historia occidental. La fase jacobina de la Revolución Francesa acabó con la vida de 2.000 sacerdotes, menos de un tercio del número de los asesinados en España".
El costo humano de la guerra, un tema aún resbaladizo, es un aspecto reseñable de La Iglesia en llamas. "Dejando a un lado la cuestión numérica, es preciso subrayar que existieron diferencias notables entre las represiones ejercidas contra la población civil en uno y otro bando. En la zona republicana fue obra de grupos extremistas con la participación, en algunos casos, de delincuentes comunes, mientras que en la zona insurrecta fue impulsada, dirigida o tolerada por las autoridades militares", señala.
"Una guerra con tantas víctimas lejos de los frentes se entiende por el hundimiento del Estado y el objetivo de numerosos grupos de 'limpiar España de elementos indeseables", opina Santos Juliá. "Rebelión y revolución asistidos por sendos discursos de guerra contra el invasor pusieron en marcha dos maquinarias de exterminio. Franco mismo, en los primeros días de la rebelión, había explicado a un periodista americano que no dudaría en fusilar a media España si tal fuera el precio a pagar para pacificarla", explica. Y el general Mola: "Yo veo a mi padre en las filas contrarias y lo fusilo".
¿Cifras? Albertí hace el recuento con los últimos datos. Sobre las víctimas eclesiásticas, da por buenos los del obispo Antonio Montero: 6.818 asesinados (12 obispos, 4.158 presbíteros, 2.365 religiosos y 283 monjas). Para la represión en la retaguardia acude a la obra colectiva coordinada en 1999 por Santos Juliá con el título Víctimas de la Guerra Civil: 50.000 asesinatos en zona republicana y 94.669 fusilados por militares sublevados y autoridades franquistas durante la guerra y la postguerra. Albertí incrementa esta cifra hasta "alrededor de 120.000" y las asociaciones para la recuperación de la memoria histórica y el juez Baltasar Garzón disponen ya de un listado de 133.708 asesinados, que puede incrementarse año tras año.
A estos números hay que sumar los civiles muertos a causa de bombardeos (10.000); soldados en el frente (95.000); y 50.000 personas por hambre y enfermedades. También se hace el recuento de exiliados (500.000) y de los muertos por hambre, enfermedad o encarcelamiento en la postguerra (150.000). Son medio millón en total, más un millón de damnificados, sobre un censo de población que en 1931 ascendía apenas a 23 millones de españoles.
Carrasco i Formiguera "falleció en despoblado"
Hilari Raguer cuenta en La pólvora y el incienso detalles del fusilamiento de Manuel Carrasco i Formiguera, dirigente de Unió Democràtica de Cataluña y afiliado a la Asociación Católica de Propagandistas. Lo buscaban los anarquistas en Barcelona para matarlo y la Generalitat, que no podía asegurarle protección, lo envió a Bilbao como su delegado. Apresado por los franquistas, fue llevado a la prisión de Burgos. El cardenal Pacelli -futuro Pío XII- encargó al cardenal Gomá que intercediera ante Franco. No tuvo éxito.
Condenado a muerte, el Vaticano se sumó a las protestas de los católicos europeos. Pero L?Osservatore Romano del 24 de marzo de 1938 publicó una nota de la Secretaría de Estado contra los bombardeos aéreos. Franco, al día siguiente, ordenó fusilar a Carrasco. Era la respuesta a la bofetada pública del Papa al caudillo: la ejecución de un católico notorio por el que el Vaticano se había interesado.
El jesuita Ignacio Romañá fue avisado de la hora fijada para fusilar a Carrasco y acudió con los óleos para la extremaunción. Este es un sacramento para enfermos, no para condenados a muerte, pero acababa de leer cómo el canonista Eduardo F. Regatillo, también jesuita, resolvía con sutileza la grave cuestión. El teólogo no se preguntaba sobre la moralidad de tantos fusilamientos, sino si en tales casos era lícito el citado sacramento. Quien va a ser fusilado no está enfermo, pero ciertamente está a punto de morir. Concluía que se administrase la extremaunción sub conditione, pero que el momento de hacerlo tenía que ser "después de la primera descarga, antes del tiro de gracia". Así lo hizo el padre Romañá, no sin dificultades logísticas. La partida de defunción del católico catalán dice: "Falleció en despoblado (...) a consecuencia de heridas por arma de fuego".
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