Un teta (o no)
Está claro: parece que vuelve el destape. Yo empecé a sospecharlo hace tiempo, cuando noté que jóvenes cinéfilos de vanguardia mezclaban en la misma frase a Mankievich, a Bergman y a Zorrita Martínez (jóvenes de verdad, quiero decir: no más de 20 años; los demás sólo somos una pandilla de vejestorios que deberíamos andar por ahí vestidos de reyes de la baraja); ahora, con Los años desnudos, la película de Dunia Ayaso y Félix Sabroso que da una versión almodovariana del asunto a través de la historia de tres reinas del destape, dicen que la cosa se confirma. Los sabios discuten por lo visto si aquellas películas eran, como dice Javier Ocaña, "una explosión de libertad o un instrumento que siguió perpetuando represiones medulares y arquetipos carpetovetónicos". La película de Ayaso y Sabroso acoge las dos hipótesis: las tres reinas del destape son poco menos que heroínas de la libertad en un país que apenas sabe lo que es eso; en cuanto a los hombres, como alguien asegura en la película, todos son una pandilla de pajilleros reprimidos y analfabetos. No estoy seguro de que lo de las mujeres sea cierto, pero estoy casi seguro de que lo de los hombres sí lo es. Lo sé porque yo era uno de ellos.
Por aquella época era joven de verdad, tenía 14 o 15 años y, como he procurado hacer siempre, iba a todas partes en pandilla, sólo que entonces era muy fácil hacerlo. El batallón cinéfilo constaba de los hermanos García, de los hermanos Sobrino, de los hermanos Pedrola, de David Sanmiguel, quizá de alguno más. Mentiría si dijera que vimos todas las pe-
lículas del destape, pero si no las vimos no fue porque no quisimos, sino porque no pudimos. Eran tiempos difíciles, aquellas películas sólo estaban autorizadas a los mayores de 18 años y los trabajadores de los cines gastaban bastante mala leche: a veces nos pasábamos la tarde babeando ante la cartelera y rondando la taquilla sin decidirnos a comprar la entrada; a veces nos atrevíamos a comprar la entrada y el portero nos la rompía en las narices; a veces engañábamos al portero entrando de dos en dos y poniendo cara de haber visto cientos de películas de destape, pero no engañábamos al acomodador, que nos sacaba de la sala cogidos de la oreja; a veces nos colábamos todos menos uno o dos, que se quedaban a la puerta del cine peleando como valientes para no echarse a llorar a lágrima viva. A veces, milagrosamente, entrábamos todos. Me acuerdo del día en que vimos Sex o no sex. La vimos, de hecho, tres veces consecutivas, y no la vimos la cuarta porque antes de la sesión nocturna la plantilla al completo del cine nos arrancó uno a uno de nuestros asientos; no recuerdo una palabra de su argumento, pero no olvidaré jamás un strip-tease de Ágata Lys, reina total del destape: se la veía al otro lado de una ventana, de frente y a lo lejos, vestida de blanco; mientras se quitaba la ropa sonaba una pieza de Mozart; al final se daba la vuelta, se quitaba el sujetador y mostraba su espalda desnuda: dirán ustedes que es la apoteosis del kitsch, pero yo no creo haberme emocionado tanto en un cine en toda mi vida. También me acuerdo del día en que fuimos a ver El don ha muerto. Supongo que se trataba de una película de mafiosos, aunque nosotros la fuimos a ver creyendo que era una película de destape, igual que fuimos a ver creyendo que eran películas de destape Escenas de un matrimonio, de Bergman, y Eva al desnudo, de Mankievich. Como siempre, ocupamos la primera fila, frente a la pantalla, y todo transcurría con normalidad hasta que a mitad de la proyección un grito escalofriante desgarró el silencio: "¡Una teta!". Era la voz de Miquel García, que confesó su culpabilidad ante el acomodador y fue expulsado a patadas de la sala. Al terminar la película nos esperaba a la puerta: juraba por lo más sagrado haber visto la teta, pero nadie más la había visto y hubo que mandar de vuelta al cine a una comisión para que verificara si era verdad o si se trataba de una alucinación de salido; la comisión regresó dividida: unos decían que sí, otros decían que no y otros no se atrevían a emitir un veredicto. El incidente provocó duras controversias, y en algún momento temimos que degenerase en una escisión.
Por fortuna, acabó imponiéndose el buen juicio. No ocurrió nada. Seguimos viendo películas de Ágata Lys, de Nadiuska, de Susana Estrada, y las que no veíamos nos las imaginábamos, que es lo que pasaba casi siempre, y que a veces era mejor. Luego se acabó el destape, todos perdimos el buen juicio, se desintegró el batallón y cada uno se fue a envejecer solo por ahí, como todo el mundo. Ahora que parece que vuelve el destape, los sabios dicen que aquellas películas eran pésimas; puede ser, pero, aunque no sea un joven cinéfilo de vanguardia, yo no estoy tan seguro. Además, es mentira que vuelva el destape: lo parece, pero no vuelve; diga lo que diga Azorín, vivir no es ver volver: vivir es ver cómo todo se va y no vuelve. Al final de Los años desnudos, cuando la época del destape ha pasado hace ya mucho tiempo, dos cuarentones con pinta de antiguos pandilleros tropiezan con dos de las antiguas reinas del destape y les piden hacerse una fotografía juntos; si algún día tengo la suerte de tropezarme con una de ellas, yo también lo haré: a ser posible, en una pose de gran dignidad, vestido de rey de la baraja.
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