Exceso de confianza
La propuesta del gobierno Camps de pactar una moratoria en Educación para la Ciudadanía ha sido la noticia política de la semana. Ha sorprendido porque no es habitual que Francisco Camps se muestre dispuesto a negociar: ¿Para qué negociar cuando la razón está siempre a nuestro lado? Al punto donde habían llegado las cosas esta vez, no cabía, sin embargo, otra salida. Lejos de arreglar el conflicto, las sucesivas órdenes dictadas por Educación no hacían más que agravarlo, aumentando desorden. El Gobierno no sabía cómo hacer frente a una situación que él mismo había creado. La amenaza de una huelga general en la enseñanza pública era cada vez más real y se ha tenido miedo de romper la imagen idílica de la Comunidad Valenciana. Ahora, Camps tratará de retrasar el acuerdo, mientras busca la manera de salir bien librado ante la opinión pública, que es, en mi opinión, lo único que preocupa al presidente.
Los dos contratiempos más importantes sufridos por el Gobierno valenciano han sido consecuencia de su actitud. La suficiencia y la descortesía con que se trató a los parlamentarios europeos durante su visita, les predispuso desde el principio en contra del urbanismo de la Comunidad Valenciana. Acaba de suceder lo mismo con Educación para la Ciudadanía, donde el comportamiento de Font de Mora ha sido determinante para empeorar la situación. El tono habitual de las palabras del consejero, sus repetidas amenazas, la soberbia que ha mostrado durante estos meses, han sido decisivos para la evolución del problema. La falta de oposición, parece haber llevado al Gobierno Camps a un comportamiento próximo a la autocracia.
Al conflicto de Educación para la Ciudadanía se llegó por un exceso de confianza: el Gobierno creyó que tenía dominada a la enseñanza pública. Fue una equivocación. Después de muchos años de maltrato sin producirse protestas de importancia, se pensó que sucedería igual en esta ocasión. Si la consejería podía ignorar, curso tras curso, las peticiones del profesorado, las demandas de los directores, las reclamaciones de los padres, si la construcción de un colegio se demoraba seis, ocho, diez años, y no sucedía nada, la enseñanza pública aceptaría cualquier orden que se le diera. Esta vez la orden resultó demasiado descabellada. La dimensión del disparate puso a los profesores y a los padres en una tesitura difícil de aceptar: ya no se trataba de una cuestión económica, sino moral.
Cualquiera que sea la solución que se dé al asunto, una cosa ha quedado clara: la escasa importancia que Francisco Camps da a la educación. Todas las cifras que el presidente esgrime a menudo para justificar la bondad de su política quedan en entredicho ante este hecho. Camps no ha vacilado en utilizar la educación como arma política, sin importarle las consecuencias de su decisión sobre los alumnos. No se me ocurre un mayor desprecio hacia la educación.
Todo esto sucede en el momento en que la OCDE acaba de publicar un informe alertando de la situación de la enseñanza en España. Se advierte en este informe sobre las consecuencias que el estado de la educación tiene sobre la economía del país. "En la medida que la construcción caiga y el turismo pierda importancia", se dice, "los efectos serán más graves". ¿Qué futuro le espera a una comunidad que encabeza las tasas de abandono escolar? Se necesitarán algo más que discursos para arreglar el problema.
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