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ÍDOLOS DE LA CUEVA
Columna
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Contar las vidas

Manuel Rodríguez Rivero

Cualquier biografía de William Shakespeare podría ilustrar a la contra la célebre sentencia con la que Wittgenstein cerraba su Tractatus: de lo que no se puede hablar, hay que callar. Del bardo de Stradford, como de Homero, ignoramos casi todo, hasta el punto de que hay scholars que le niegan la autoría de las obras por las que le admiramos. Y, sin embargo, raro es el año en que no se publiquen en Gran Bretaña un par de nuevas biografías o ensayos biográficos en los que, una vez más, vuelvan a examinarse los mismos (escasos) hechos conocidos y los consabidos (numerosos) enigmas de una existencia siempre elusiva que sólo parece desplegarse satisfactoriamente en forma conjetura. Lo que no se sabe de Shakespeare ha propiciado el florecimiento de todo un folclor literario especulativo en torno a cuestiones que excitan la imaginación popular: desde la isla familiar criptocatólica en un mar reformado, hasta su también elucubrada homosexualidad, pasando, desde luego, por la conspirativa "teoría oxfordiana" que atribuye la paternidad de sus obras al conde Edward de Vere.

La Universidad española, salvo excepciones, no prestigia como debiera los estudios biográficos, de ahí que nos falten tantísimos

Más allá de las treinta y ocho piezas teatrales y del centenar y medio de poemas que le hicieron inmortal, lo que sabemos de Shakespeare es poco más que un puñado de nombres y hechos articulados en torno un conjunto muy limitado de documentos y a una tradición permanentemente bajo sospecha: bautismo en Stradford (1564), casamiento con Ann Hathaway, tres (¿tres?) hijos, acmé de su carrera profesional en la última década del siglo XVI, jubilación temprana, muerte en 1616. La penúltima biografía que se ha publicado, Soul of age: the life, mind and world of William Shakespeare (Viking), la segunda escrita por Jonathan Bate (editor también de sus Obras completas), tiene la virtud de separar perfectamente el campo de los hechos del de los mitos y las suposiciones. Leyéndola he vuelto a tener la sensación de que, al lado de la de Shakespeare, la vida también elusiva de Cervantes -otro célebre presunto gay, por cierto- se nos despliega casi con tanto detalle como la de uno de esos famosillos televisivos de los que acabamos conociendo hasta el grado de limpieza de su ropa de cama. Claro que las buenas biografías del autor del Quijote -un escritor fundacional para una lengua con más de 400 millones de hablantes- han sido tan escasas que ni siquiera cada sucesiva generación ha contado con una de auténtica referencia.

Las vidas de Shakespeare constituyen un auténtico subgénero dentro del muy apreciado (entre los anglosajones) de las biografías literarias. Nunca he podido sobreponerme a la envidia que experimento cada vez que me planto ante los anaqueles de la sección de biografías de una buena librería británica o norteamericana. Ni siquiera en los duros y post-barthianos años de la "muerte del autor" y de la "falacia intencional" esas estanterías se mostraban cortas de sabrosa mercancía. La comparación con el estado siempre raquítico de la producción biográfica española es inevitable, y no sólo por culpa de la reluctancia de los editores a emprender proyectos costosos y con atractivo (supuestamente) minoritario. La inmersión en las vidas de los grandes hombres y mujeres no sólo exige una importante inversión en tiempo y recursos personales, sino también la consideración de la sociedad en que se realiza y a la que se dirige el resultado. La Universidad española, salvo excepciones notabilísimas, no prestigia como debiera los estudios biográficos, de ahí que nos falten tantísimos. Una carencia que aún queda más patente ante esfuerzos tan acabados y significativos como la nueva biografía Vida y tiempo de Manuel Azaña (1880-1940), de Santos Juliá, uno de esos (no tan frecuentes entre nosotros) historiadores que saben comunicar, con elegancia y sentido narrativo, lo que han descubierto a lo largo de muchos años de investigación.

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