Pedantes y marisabidillas
Aunque no me gusta caer en generalizaciones sexistas, debo decir que los mayores pedantes que he conocido en mi vida eran todos varones. Se diría que la pedantería es un defecto esencialmente masculino, pura enjundia de hombre. Claro que también hay señoras que se las dan de listas, pero por lo general la mujer cultiva el estilo marisabidilla, que es una versión descafeinada y muy menor de lo pedante. Una marisabidilla recita sus conocimientos como si estuviera dando una lección o haciendo un examen, con la ansiedad última y evidente de conseguir una buena nota, una valoración positiva de la audiencia y palmaditas admirativas en la espalda. El pedante, en cambio, no aspira al reconocimiento del otro, sino a su aniquilación. Dicho de otro modo: la marisabidilla pide aprecio y el pedante escupe desprecio.
Y es que la pedantería tiene más que ver con el poder que con la pura vanidad. El verdadero pedante no quiere contar nada, explicar nada ni enseñar nada a nadie: sólo quiere aplastar al contrario bajo su bota verbal. El pedante suele creerse muy sofisticado, un intelectual refinado y erudito, pero en realidad su comportamiento es un acto primitivo de macho en competencia. Sólo que, en vez de sacudir al contrario con una maza como un troglodita, lo aporrea con palabras y datos. ¿Quién no ha conocido a algún completo pedante alguna vez? Son como los virus y están en todas partes; irrumpen en las cenas de amigos, en las tertulias de los bares, en los programas de radio. Las conferencias, mesas redondas y demás actos públicos forman un ecosistema social que parece especialmente apto para pedantes, porque cuando llega la hora del coloquio siempre suele levantarse algún pedantuelo tontorrón o algún pedantón alborotado dispuesto a machacar a los presentes con sus interminables divagaciones.
Antes era todavía mucho peor. Hace treinta años, en los principios de la Transición, era bastante común asistir a un acto público con una audiencia de, pongamos, un centenar de mujeres y sólo dos hombres, y daba la maldita casualidad de que, al llegar al turno de preguntas, las mujeres callaban como estatuas de cera y uno de esos dos hombres siempre se levantaba a pedantear durante un rato, explicándonos con morosa minucia lo muy tontas que éramos. Me siento como el abuelo Cebolleta contando ilustres batallitas de la guerra de sexos, pero lo cierto es que por entonces las mujeres apenas se atrevían a hablar en público. Ahora, tres décadas después, las cosas han cambiado tanto que casi diría que sucede al contrario. Ahora las mujeres hablan por los codos, intervienen y opinan, y me parece que los varones tienden a callarse. Aun así, los actos públicos siguen siendo un terreno abonado para los hombres pedantes. Se les ve disfrutar en los coloquios como cigarras felices en los trigales de agosto. Si se piensa bien, es natural, porque en su casa ya no debe de aguantarlos nadie.
Yo no creo que los genes masculinos predispongan fatalmente al vicio onanista de la pedantería, y más bien supongo que es una cuestión cultural, una consecuencia de los roles sociales. Puesto que la pedantería es una florescencia del poder y los varones han sido los detentadores de todo poder hasta hace muy poco, es lógico que también parecieran tener la exclusiva de lo pedante. Pero luego la sociedad evolucionó y las mujeres se han ido haciendo poderosas. Por consiguiente, primero conquistaron la voz pública, luego, la chirriante cantinela marisabidilla, y, por último, supongo que dentro de muy poco habrá tantas chicas pedantes como chicos. Será difícil, eso sí, que alcancemos de buenas a primeras esa excelencia en la pedantería que ellos han detentado durante tantos siglos. Por ejemplo, acabo de leer un curioso librito titulado Manual de supervivencia en cenas urbanas, de los franceses Sven Ortoli y Michel Eltchaninoff (Editorial Salamandra) (en la fotografía), en el que, con la blanda excusa de criticar irónicamente a los pedantes, este par de cultísimos besugos se han escrito un libro de una pedantería estratosférica. Las mujeres tendremos que pasar muchos años viviéndonos en la autocomplacencia que confiere el poder para conseguir alcanzar estos olímpicos niveles de esnobismo. Pero no hay que amilanarse: lo lograremos. No hay nada más fácil de copiar que la estulticia.
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