Siempre nos quedará París
Tras unos meses de desconcierto, gestos adustos, profundas ojeras e inquietante falta de liderazgo, el Gobierno de la nación, con su presidente a la cabeza, vuelve a tomar aire y a recuperar la sonrisa: ahí es nada que por fin España ocupe una silla en la reunión del G-20, destinada a debatir el nuevo orden financiero internacional. El alborozo ha sido grande; el alivio, mayúsculo: por unos momentos, la crisis ha quedado como suspendida en el aire mientras se ahonda a sus pies la sima del desempleo. Propenso como es a marcar hitos históricos, el presidente no ha podido evitar la calificación de la hazaña como el mayor éxito alcanzado por la diplomacia española en no se sabe cuántas décadas. Una pica en Flandes, como si dijéramos.
Y en verdad, la apuesta -si apuesta hubo y no se jugaba con cartas marcadas desde la primera mano- era arriesgada, y los modos, insólitos. La diplomacia suele trabajar pasito a paso y a la chita callando, sin anunciar desde el comienzo los objetivos últimos ni los medios para conseguirlos. El presidente español parecía, sin embargo, tan seguro de ganar el envite que gastó toda la munición en la primera andanada. ¿Era porque tenía ya en el bolsillo un pacto en relación con las dos sillas que, por el azar de la presidencia europea, correspondían al presidente francés? Si fue así, y partiendo del supuesto de que los Estados carecen de sentimientos y sólo saben de intereses, ¿cuál fue la contrapartida? ¿O quizá la histórica racanería francesa se ha transmutado por arte de birlibirloque en desbordante generosidad?
Sea lo que fuere, es lo cierto que el Reino de España ocupa en la cumbre de este G-20+1 una silla cedida por la República Francesa, lo cual no es ninguna novedad en las relaciones entre los dos vecinos, vinculados desde tiempos inmemoriales por una relación de amor / odio que casi llevamos inscrita en nuestro código genético. En política internacional, nada hay más al gusto francés que cumplir de vez en cuando el papel de ángel tutelar de la diplomacia española. Sin necesidad de remontar la mirada a nuestras guerras africanas, tal pretendió Giscard d'Estaing con la recién nacida democracia española y tal quiso repetir François Mitterrand con el entonces joven, y novato en aquellas lides, Felipe González.
Fue sin embargo González -probable-mente el político español del siglo XX mejor dotado para moverse por el mundo- quien dio un vuelco a aquella relación, acercándose a Alemania en una muy sonora iniciativa y reforzando la relación con Estados Unidos en un plano muy diferente del consolidado por la diplomacia franquista. No agravió al gigante americano, estableció una relación especial con el socio alemán, sin olvidar a la señora Thatcher en su isla, y obligó así a la gran République a mirar hacia el sur con otros ojos, muy lejos ya de la tradicional tutela, poniendo en su lugar una nueva relación de buena vecindad. Detrás quedaban los sinsabores de la pause impuesta por Giscard y del santuario de ETA mantenido durante unos años por Mitterrand en suelo francés.
Son historias de ayer: desde la entrada de España en la Comunidad Europea y la ratificación de su pertenencia a la OTAN, se ha modificado sustancialmente su presencia en el mundo. Sin embargo, este cambio tuvo más que ver con un brillante liderazgo que con la potencia económica, militar o cultural de España. Lo que quiere decir que un liderazgo menos capaz, sin volver las cosas a su estado anterior, puede provocar daños difícilmente reparables. Fue lo que pasó con la disparatada política internacional del presidente Aznar, echándose en brazos de EE UU, y es lo que ha venido cultivándose con la soledad, casi la ausencia, del presidente Zapatero en los foros internacionales: su lejanía y falta de implicación con la UE, su incapacidad de comunicación con EE UU.
España está hoy presente en una cumbre internacional a la que nada de lo realizado en los años anteriores permitía acceder. Se ha conseguido gracias al presidente francés. Bien está: me cuento entre los que creen que siempre nos quedará París. Pero esta manera de presencia no inaugura ninguna historia, más bien sucede lo contrario: volvemos a nuestra más vieja querencia: en momentos de apuro, que Francia eche una mano. La ha echado esta vez; nunca, cuando tal cosa ha ocurrido, ha sido gratis et amore. Quizá sea momento de que nuestra actual clase política -con su chocante déficit en idiomas- saque de esta experiencia una lección: no es malo chapurrear el francés para entenderse con los franceses en inglés, evitando, a ser posible, meter a nadie el dedo en el ojo.
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