Un 'cluster' de civilidad
No dijimos nada del Premio Década, concedido hace unas semanas. Este galardón, instituido por la Fundación Oscar Tusquets Blanca, distingue una obra arquitectónica realizada en la ciudad 10 años atrás y lo hace por medio de un solo juez, que suele ser una personalidad destacada del panorama internacional. Este año tocaba, pues, valorar construcciones realizadas en 1998 y la encargada de hacerlo fue la arquitecta japonesa Kazuyo Sejima (Ibaraki, 1956), autora de edificios de líneas simples y claras como el Nuevo Museo de Arte Contemporáneo de Nueva York, la sede de Christian Dior en Tokio, el Museo del siglo XXI de Kanazawa y una escuela de negocios en Essen. Hubiera sido interesante conocer a la señora Sejima, porque entre la decena de proyectos que valoró -entre otros, la estación marítima, la sastrería Modelo y la reforma de la Casa Pich i Pon- se inclinó por la rehabilitación del mercado de la Concepció, debida a Albert Pineda. ¿Qué tendrá el modernismo para seducir hasta tal punto a los japoneses?
La manzana comprendida entre València, Aragó, Bruc y Girona es un gran patrimonio ciudadano
"¡Huy!, por aquí vienen mucho los japoneses", explica "la Concepció de la Concepció", Conchi para los amigos, pura simpatía tras el puesto que regenta desde hace 32 años, que ha pasado de padres a hijos desde 1888, año en que se abrió el mercado. "Será porque sale en la guía de la ciudad, el caso es que no paran". Está claro que el ornamentalismo fin de siècle, sumado al colorido barroco de los productos expuestos, produce una reacción por contraste en las retinas orientales, habituadas al esencialismo minimalista. Habría sido interesante que la señora Sejima hubiera conocido la Concepció antes de la rehabilitación, cuando era conocido como "el mercat de la cara bruta" porque por la zanja de la calle de Aragó pasaban los trenes al descubierto y lo ponían todo perdido de hollín. Carme, propietaria de una pollería junto al puesto de Conchi, recuerda con afecto teñido de ironía las ratas que se paseaban por allí, a las que ella misma servía los restos. Sin duda para compensar esa imagen sombría, la entrada de València siempre tuvo un aspecto risueño gracias a los puestos de flores.
Aquel mercado que no conoció la señora Sejima era mucho más abigarrado que el actual y en medio de la cruceta, justo en el centro del dédalo de comercios, se encontraba un imponente reloj de oscuros hierros retorcidos, de los que colgaban pollos muertos, imagen daliniana que los japoneses sin duda habrían apreciado. Por cierto, ¿qué se hizo de aquel reloj? "Está en un almacén, pendiente de restauración. Luego se debería volver a colocar en alguna parte", tranquiliza Conchi. Hay tres puestos que mantienen todavía los viejos rótulos modernistas: la "pesca salada" Mañé, el "aviram" Mercè y la carnicería Paloma.
"Ver cómo el edificio es utilizado por la gente me permite entender hasta qué punto queda inscrito en la ciudad, sin atender a si es una obra nueva o vieja", escribe la señora Sejima en el acta del premio. Lleva razón. Desde que el acaudalado abogado Joan Pla Moreau (1843-1911) cedió estos terrenos para que Antoni Rovira -autor también del mercado de Sant Antoni- construyera el edificio con hierros salidos de la Maquinista Terrestre y Marítima, este mercado es un patrimonio ciudadano de gran valor. Yo diría que lo es toda la manzana comprendida entre València, Aragó, Bruc y Girona. Pocas concentran, en efecto, tanto servicio público como ésta: una escuela, la sede del distrito, el conservatorio de música, el mercado. Por no hablar de Casa Amalia y de la mantequería Ravell. Es un cluster de civilidad y la señora Sejima así lo ha sabido ver: "Pocas veces en Japón tengo oportunidad de pensar en la importancia de la relación de los arquitectos con la ciudad", concluye en su acta.
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