De viva voz
La otra tarde, hurgando entre tesoros escondidos en una caja de cartón procedente de una remota mudanza, encontré un sobre naranja en cuyo interior dormía una cita magnetofónica tan antigua que bien podría formar parte de una exposición de antigüedades tecnológicas, sección siglo XX. No la he escuchado aún a causa de una difusa aprensión, pero sé lo que contiene. Fue grabada en un ya perdido -pero entonces rutilante- magnetófono Geloso con el que fui obsequiado -buenas notas, supongo- cuando todavía era un estudiante preuniversitario. Y, si no se ha deteriorado demasiado y puede ser reproducida, revelaría, entre otros olvidos sonoros, la voz de mi padre registrada una aburrida tarde de domingo de principios de los setenta. Apuesto a que, como sonido de fondo, puede escucharse también la monótona cantinela radiofónica que daba cuenta de los resultados de los partidos de aquella distante jornada, y que él seguiría con atención flotante mientras señalaba los escasos aciertos en su quiniela semanal. Sé que si escucho la voz de mi padre volveré a tenerlo junto a mí. Y no estoy seguro de estar preparado.
Disponer de la memoria sonora de los notables que nos precedieron es una oportunidad de tratarlos 'personalmente'
La voz humana -en esencia flujo de aire bombeado desde los pulmones y configurado a través de las diversas cajas de resonancia que encuentra hasta su expulsión- revela a las personas. Por eso se distorsiona -un criminal, un policía, un antiguo amante- cuando el sujeto quiere evitar ser reconocido por el oyente, habitualmente su contemporáneo. La voz humana transmite -timbre, entonación- emociones y secretos, anhelos y frustraciones, alegrías y naufragios. Y también proporciona valiosa información para quien sabe procesarla: clase, educación, procedencia, época, salud. El viejo foniatra Henry Higgins, que se enamoró de su criatura, sabía mucho de ello.
Guardar la voz de los hombres y mujeres notables que nos precedieron -lógicamente, de los no tan lejanos; la de los anteriores sólo podemos escucharla con los ojos, como sabía Quevedo- es un modo de mantenerlos cercanamente vivos. Y, por tanto, una oportunidad de tratarlos personalmente, de aproximarnos a cómo eran en el día a día, más allá de lo que nos legaron o de las interesadas aproximaciones de sus biógrafos. Por sus obras los conoceréis: de acuerdo. Pero también por su voz: de ahí el valor de esos archivos sonoros que atesoran bibliotecas, centros de investigación o cadenas de radio.
La noticia de que la British Library ha puesto a la venta dos CD con las voces recuperadas para siempre de escritores como Graham Greene, Doris Lessing o -mucho más lejos- Conan Doyle o Virginia Woolf me ha traído a la memoria la existencia de otros archivos más próximos gracias a los que es posible escuchar -y, por tanto, conocer mejor- a célebres españoles desaparecidos. Uno de ellos es el "archivo de la palabra" de la Residencia de Estudiantes, una institución que se ha caracterizado por la conservación de esa forma particularmente sutil de memoria histórica. En los estupendos cedés de su álbum Voces de la Edad de Plata, publicados ahora hace diez años, he escuchado las ya remotas de Baroja y Ramón y Cajal, de Fernando de los Ríos y Concha Espina, de Azorín y Ortega, de Unamuno y Margarita Xirgu. Extrañas voces cuya suavidad, aspereza o vibración corrigen a menudo la imagen que tenemos de sus dueños: y es que la voz no sólo revela, también traiciona. Conservo la cálida de Cortázar, enlatada en un viejo vinilo que escucho de vez en cuando; o la profesoral de Sartre, explayándose sobre el infierno de Huis-clos, o la desagradable de falsete de Eliot destrozando la hermosa complejidad de Tierra Baldía, o la desgarrada y distraída de Unamuno, o la decididamente franquista de un anciano Azorín.
Vuelvo a mirar el sobre naranja. Quizás espere hasta el domingo, aunque en mi casa ya nadie hace quinielas.
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