El riesgo de Latinoamérica
No ha tardado mucho en desvanecerse la ilusión de que los países emergentes iban a soportar mejor la crisis financiera que Estados Unidos, Europa o Japón. Tal creencia, que a la postre se ha revelado errónea, tenía quizá como fundamento el hecho de que el desastre financiero se haya generado en países con sistemas financieros muy -o demasiado- sofisticados, que se transmita principalmente por las relaciones bancarias entre Estados Unidos y Europa y el predominio de una banca tradicional en Latinoamérica o el este de Europa. Pero el descenso en el precio de las materias primas, en especial del petróleo, significa una caída muy importante de los ingresos públicos y, por tanto, una amenaza evidente de desaceleración primero y, quizá, de recesión después. Países como Brasil, México, China o India están revisando a la baja sus previsiones de crecimiento de forma clara, y sus instituciones financieras comienzan a sufrir igual que las estadounidenses o europeas.
Para la economía española tiene una importancia especial lo que suceda en Latinoamérica. Las empresas españolas hicieron un esfuerzo descomunal a finales de la década de los ochenta y principios de los noventa para invertir en Argentina, Perú, Brasil o Chile. Aunque sus trayectorias no están exentas de errores, difícilmente puede negarse que empresas como Telefónica, Repsol o los bancos Santander y BBVA han contribuido mucho al desarrollo económico de la zona. A cambio de importantes contrapartidas, claro. Aproximadamente el 30% de los beneficios de las empresas que procuran el 70% de la capitalización bursátil del Ibex proceden de Latinoamérica. Gran parte de la protección de cualquier país o zona económica frente a un empeoramiento general de la economía depende de la fortaleza de sus instituciones políticas y, sobre todo, de su estructura fiscal, y este flanco presenta enormes debilidades. Los ingresos fiscales en la zona apenas suponen, como media, el 23% del PIB, mientras que en los países de la OCDE llegan al 42%, y la recaudación total por impuestos directos alcanza, como media, el 4% de los ingresos totales, mientras que en la OCDE sobrepasa el 23%.
Pero no todas las situaciones son iguales; más bien el problema son los duros contrastes de estabilidad y desgobierno, relativa prosperidad y pobreza. Frente a países con instituciones públicas corruptas o incompetentes, acuciados por una inflación galopante y poco dados a la transparencia de la gestión, otros se esfuerzan por desarrollar políticas económicas razonables -incluyendo el desarrollo de la estructura fiscal- y respetan los flujos de inversión extranjera. Mientras que, por ejemplo, el Gobierno argentino comete errores muy graves, como la nacionalización de los fondos privados de pensiones, Brasil intenta aplicar un rigor fiscal, monetario y de gasto público, y Chile dispone de un esqueleto político y económico que probablemente le permitirá sobrellevar cualquier riesgo de crisis.
Las instituciones internacionales tienen en su mano evitar que la crisis financiera y la caída de los precios de las materias primas provoquen una catástrofe económica en Latinoamérica. También la zona necesita ayudas; no sólo los bancos de Europa y Estados Unidos merecen ser salvados.
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