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Columna
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Un millón de cadáveres

"Madrid es una ciudad de un millón de cadáveres", escribió Dámaso Alonso en una noche de insomnio de 1940. Hoy, por supuesto, esta metrópoli alberga muchos más muertos, legiones de fantasmas que, sin embargo, constituyen una población cada vez más invisible.

Algunos pueblos encumbran sus cementerios colocándolos en el recodo más alto o, en ocasiones, los disponen a la entrada de la localidad, convirtiendo a sus antepasados en anfitriones ante cualquier visitante. Mientras que en las aldeas se aprende a convivir con la muerte, no sólo con la pérdida puntual de los seres queridos, sino con los asesinatos de extraños o las epidemias, en las grandes ciudades se tiende a ocultar a los difuntos. O eso hace Madrid. La capital, espídica y azorada, no tiene tiempo ni voluntad para el mutismo o el reposo en el que se convierten los muertos. El cementerio de la Almudena es verdaderamente un campo de cemento, frío y feo, apartado del centro, del corazón aún latente de la urbe. En los navegadores GPS no constan los camposantos o los tanatorios de la Comunidad.

La pantalla es la auténtica ventana por la que somos capaces de asomarnos a la muerte

Esta villa tiene miedo, poco respeto o quizá fobia a sus difuntos. La superpoblación propicia que los fallecidos no dejen huella, que desaparezcan como un píxel fundido en la inmensa pantalla de un estadio. Ha de suceder una tragedia como la del 11-M para que Madrid realice un monumento a los vivos que trata sobre los muertos. Porque, en realidad, somos los supervivientes de esta ciudad los que nos servimos del recuerdo de los fenecidos. Las coronas en las farolas, las velas en las iglesias, los cipreses en la Chopera del Retiro son balizas para los que aún permanecemos en pie, puntos de referencia para seguir viviendo orientados gracias al horizonte de la muerte, con la compañía invisible de los que quisimos y seguimos queriendo en silencio.

La escritora Mercedes Castro acaba de publicar en Alfaguara la novela Y punto donde hace un recorrido literario, personal y turístico por los lugares de la crónica negra de Madrid. La autora gallega defiende que la capital es un lugar sangriento. Es cierto que no dejan de producirse muertes violentas, algunas por ajustes de cuentas, otras por machismo, por robo o por pura demencia. Sin embargo, parece que Madrid ya no está dispuesta a regodearse en su crónica negra como lo hizo en los años cincuenta o sesenta. El asesinato de los marqueses de Urquijo en 1980, el crimen de las emparedadas del mesón Lobo Feroz ocho años después, el del rol en el 94 y el de la doctora De Mingo hace un lustro han sido los casos más llamativos de las últimas décadas, como reseñaba recientemente un artículo de Jesús Duva en este periódico. Sin embargo, Madrid olvida rápidamente a sus víctimas y cada vez se complace menos en las morbosas figuras de los asesinos en serie como, por ejemplo, el del naipe.

En las grandes ciudades todo sucede a demasiadas calles de distancia y lo que pasa en la nuestra es mejor ignorarlo, bajar las persianas y esperar a que una manguera limpie pronto la sangre de la acera. La muerte parece que sólo se tolera en la ficción. No dejamos de ver series de forenses, de asesinos, de asesinados. Las defunciones, para interesar, han de salir en la tele, han de ser filmadas, como la de la indigente quemada en un cajero. La pantalla es la auténtica ventana por la que somos capaces de asomarnos a la muerte, de mirarla a los ojos, porque nos separa la catarata del cristal, una membrana profiláctica de vidrio.

La semana pasada tuvo lugar la primera edición del festival Getafe Negro dedicado a la novela policiaca. El evento sigue la estela de la Semana Negra de Gijón o el Encuentro de Novela Negra de Barcelona. El programa madrileño constó de debates, películas, conciertos, exposiciones y hasta hubo una gincana. Convertir el crimen en un juego o una ficción, acercarse a la muerte con los guantes de un libro o una entrada de cine sirve para entretenerse, para escalofriarse y quizá para reflexionar, pero no para integrarnos con los millones de muertos que nos habitan y que Madrid, como un incrédulo, no ve.

Dámaso Alonso escribió Insomnio un año después del final de la Guerra Civil, cuando Madrid era un cementerio, no sólo bajo tierra, sino sobre la acera donde caminaban los padres o los abuelos de todos nosotros a quienes hoy la muerte, sin embargo, no nos quita el sueño.

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