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ESCALERA INTERIOR

Una historia de amor

Almudena Grandes

La plaza era del tamaño de un campo de fútbol más que mediano. Allí se habría podido jugar un partido si no fuera porque, justo en el centro, sobre un pedestal cuadrado, se elevaba una columna de piedra, redonda, lisa, sin capitel ni función aparente. Cuando la vio, se acordó de los rollos de los viejos pueblos españoles, a veces también redondos, lisos, elevados siempre sobre un pedestal, que se usaban para atar a los reos condenados a sufrir tormento en público. "¿Y por qué no?", se dijo luego, si esto es Colombia... Desde hacía un buen rato tenía la sensación de estar en otro planeta, pero no, estaba en Colombia, en un pueblo diminuto, de una isla diminuta, de un diminuto archipiélago del mar Caribe, frente a Cartagena de Indias. Y, sin embargo, había encontrado una puerta hacia otro mundo, y lo había logrado por pura casualidad.

Sólo dos personas más de su grupo se habían apuntado con ella a la excursión. Los demás habían preferido apurar el fin de semana en un hotel de lujo que su empresa les había ofrecido como recompensa después de la firma de la fusión, que en realidad había sido una absorción y, más en realidad aún, un robo a mano armada, aunque eso no se podía decir en voz alta. Pero todos los hoteles de lujo se parecen, y ella no sabía si volvería a estar en el Caribe alguna vez. Por eso decidió subirse en el barquito que hace el trayecto entre Cartagena y las islas del Rosario. No era una gran aventura, sino una atracción turística, pero ella tampoco era una gran viajera amante del riesgo, por cierto.

Al llegar a la isla, el guía les mostró la versión reducida de hotel de lujo donde comerían, y les pidió que eligieran por adelantado el menú y el turno de la comida. Se apuntó al segundo antes de que la pareja que la había acompañado eligiera el primero, y aunque se fueron los tres juntos a la playa, ella todavía estaba nadando cuando les vio acomodarse en una tumbona para pedir dos mojitos. "Voy a darme una vuelta", les anunció después de secarse, y antes de terminar la frase ya le había caído encima una docena de vendedores de collares.

Denis también vendía collares, pero era distinto de los demás. Iba solo, a su aire, y cuando la vio adentrarse por un sendero que desembocaba abruptamente en un manglar, esperó a que ella hablara primero. "Por aquí no se va a ninguna parte, ¿verdad?". Él sonrió con los dientes blanquísimos y negó con la cabeza. "¿Y qué se puede ver aquí?". "La playa, la otra playa, el acuario que está en la isla de al lado...". "No", dijo ella, y entonces se le ocurrió. "¿Y el pueblo?". Él se echó a reír: "¿Qué pueblo?". "Pues el tuyo, ¿o no? ¿Tú vives aquí?". "Sí, pero el pueblo... Aquí nadie nos pide nunca que le llevemos allí". "Yo sí", dijo ella. "Si me llevas, te compraré collares". Él sonrió y echó a andar por un sendero abierto entre los manglares.

Así había llegado hasta aquella plaza rodeada de casas de madera pintadas de colores, alrededor de una columna extrañísima elevada sobre un pedestal. Sólo había un edificio más grande, que servía de salón de baile y de iglesia, nunca a la vez. Los domingos, cuando llegaba el barco del cura, los vecinos dejaban caer un telón pintado con un portal de Belén sobre la pared del fondo, que el mismo artista había decorado con unas palmeras, una playa nocturna, un barco a lo lejos y dos tremendas mulatas en primer plano. Enfrente había una barra, y una señora encantadora la abrió para servirles. Denis pidió una cerveza, y ella, una coca-cola. "Uy, lo siento, pero aquí no tenemos Coca-Cola". No se lo podía creer, y lo dijo en voz alta, pero ni Denis ni su vecina se inmutaron. "¿Otra cervecita entonces?".

Sacaron al porche unas sillas de plástico, y entonces sucedió. "Yo podría vivir aquí", se dijo ella. "Yo sería feliz aquí, viviendo en cualquiera de estas casas, y un día me asomaría al porche para mirar a alguna turista loca que llegara de repente, y ya no me acordaría de mí, de lo que soy ahora, porque viviría aquí, en el centro de esta extraña, de esta conmovedora armonía". Eso fue lo que sintió, una especie de paz profunda e instantánea que nacía allí, en el centro de aquella plaza absurda, para inundarla como una marea benefactora, narcótica, un equilibrio perfecto, un silencio tan equilibrado como la música. No sabía por qué, no sabía qué era lo que le estaba pasando, por qué le estaba pasando, pero si alguna vez alguien ha podido enamorarse de un lugar, enamorarse de verdad, caer fulminado de amor mucho más allá del terreno de las metáforas, ese alguien había sido ella, y ese lugar era aquél.

Denis se terminó la cerveza y la encestó en una papelera. "Tenemos que irnos", dijo, "si no, se va a quedar sin comer". Ella no se movió durante un segundo, quizá dos. Después miró a su alrededor por última vez, se levantó y fue tras él.

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Sobre la firma

Almudena Grandes
Madrid 1960-2021. Escritora y columnista, publicó su primera novela en 1989. Desde entonces, mantuvo el contacto con los lectores a través de los libros y sus columnas de opinión. En 2018 recibió el Premio Nacional de Narrativa.
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