El México contagioso de Julieta Venegas
Quizá todo empezara cuando José Luis Venegas, con el correspondiente enfado familiar, hizo desaparecer el televisor de casa.
A Julieta, la mediana de los seis hijos, no le hizo ninguna gracia. "Lo ha hecho todo ella. Aunque quiero pensar que, gracias a aquello y a las clases de ballet y de música clásica que pagué en su momento, he puesto mi granito de arena para que Julieta sea lo que es". Lo cuenta José Luis, de 65 años. Es un tipo alto, con gafas, bigote y cara de buena persona. Tras las explicaciones, se frota los ojos de emoción y se escabulle como un fotógrafo más hacia las primeras filas del concierto, con la misma cámara con la que desde hace 40 años se gana la vida haciendo fotos en bodas y comuniones. Este fin de semana no hay trabajo y ha ido a ver a su hija. Agarra el objetivo, enfoca y ahí está ella, que le lanza una sonrisa cómplice.
Aquella niña rebelde tiene ahora 37 años, varios grammys latinos y cinco discos de los que ha vendido algo más de cuatro millones de copias. Estamos ante lo que se podría denominar una estrella de la música pop. De aspecto frágil y tímido. En el concierto de hoy, Julieta sonríe mientras aporrea frágilmente un teclado frente a 1.500 personas en León, la quinta ciudad más poblada de México, con casi dos millones de habitantes. Suena Lento, la más acertada de sus composiciones y el tema que ha puesto al mismísimo Prince a los pies de esta mexicana. Veremos por qué.
DOS DÍAS ANTES DE ESTE CONCIERTO, Julieta abre a media tarde el portón de su casa en el barrio de Coyoacán, en Ciudad de México, con cara de preocupación. De impotencia. La cantante se ha despertado con un molesto herpes labial. De poco sirve el maquillaje. "No sé si voy a poder cantar en el concierto", anuncia. Un paseo por su barrio relajará el ambiente. Coyoacán es una zona bohemia, artística y acomodada al sur de Ciudad de México. Un pequeño pueblo en la gran ciudad de los contrastes. Una alambrada como la de las cárceles se eleva en el muro de entrada al estudio -"no deja de ser México", bromea-. Aquí se ha gestado buena parte de su último disco, Unplugged, un directo acústico de grandes éxitos grabado para la cadena de televisión MTV. "Lo primero que pensé cuando me lo ofrecieron es que no quería hacer un disco triste", cuenta. Con él está recorriendo el mundo. De Nueva York a Murcia. De Zúrich a Lugo. De Los Ángeles... ¡Alto! Antes del concierto en las fiestas populares de San Luis Potosí, hay que arreglar un problema. "Tengo clase de canto". Vamos.
La cara de la joven profesora se debate entre el asombro y las ganas de restarle importancia al maldito herpes. La profesora posa su mano izquierda sobre el estómago de una Julieta preo-cupada.
-Del uno al diez, ¿cuánto te duele?
-Un ocho.
-Bueno, tranquila, respira profundo.
Al día siguiente, Julieta dibuja por primera vez una sonrisa en su cara. Las zapatillas de deporte chirrían al cruzar la catedral barroca de San Luis Potosí. El sacerdote imparte misa y los feligreses miran asombrados cómo la cantante aprieta el paso. De vuelta al hotel, dos policías armados hasta los dientes escoltan la furgoneta que la lleva al concierto de esta noche.
El bullicio exterior contrasta con la tranquilidad del camerino. Julieta, con unos pantalones de pitillo dorados y una larga blusa azul, sopla despacio un globo amarillo que le sirve para calentar la voz y ordenar la respiración. A su alrededor, la ecléctica banda de 15 músicos
-argentinos, mexicanos y un norteamericano- se mueve nerviosa. Ella está tranquila. No bebe nada. Tampoco hay mucho alcohol en el camerino. Fruta, pequeños bocadillos, refrescos... Nadie toca las dos únicas botellas de vino. "No soy muy juerguista", confiesa Julieta. "No tengo una necesidad imperiosa de relacionarme. Prefiero salir a cenar tranquilamente o quedarme en casa leyendo. Tengo pocos amigos íntimos".
Julieta sube la escalera tras sus músicos. Las canciones oscilan entre festivas y emocionantes. El público, 3.000 personas de pie apretujadas, no pierde detalle de la frágil figura de Julieta, que igual agarra un acordeón, toca el piano o salta. Es una de sus señas: gusta tanto al público popular como al entendido de teatros de postín. También a su amigo Prince, que hace unos meses acudió a su concierto en Washington.
Su encuentro con el genio de Minneapolis es una historia surrealista. "Prefiero no ser yo la que lo cuente, porque va a parecer que intento alardear", confiesa discreta. Ocurrió este verano. El manager de Julieta, el argentino Martín Mannuci, recibió una llamada inesperada. Prince había conseguido su número y quería invitar a cenar a Julieta en su mansión de Los Ángeles. "Están de joda [broma]", pensaron todos. Pero no. El cantante estadounidense había descubierto a la mexicana por Internet y se quedó fascinado. "Es una de las compositoras con más talento que había escuchado últimamente", dijo. Quería conocerla. Esa noche, junto a la moto que el cantante utilizó en Purple Rain, cenaron y charlaron sobre la industria discográfica, YouTube y el futuro de la música. Julieta se frotaba los ojos. Era un tío agradable. "Siempre ha sido uno de mis héroes", dice ella. La noche se cerró con una petición: Prince le hizo prometer que compondría alguna canción para él.
No todo han sido flores. A lo largo de su carrera, Julieta ha tenido que aguantar las críticas del sector duro del rock alternativo, filas en las que, sin pretenderlo, militó en sus primeros años. Al día siguiente del concierto, en la terraza en un decimonónico hotel de cinco estrellas en León, en el Estado de Guanajuato, Julieta reflexiona: "Claro que me afectan las críticas. No las entiendo. Es cierto que he cambiado. Pero dudo que esos que me critican me escuchasen en mis primeros discos".
Julieta habla rápido, algo atropellada. "Antes me costaba más decir las cosas. Ahora busco la sencillez y digo las cosas directamente. Lo que siempre he querido es que mi mamá [con la que Julieta guarda una relación especial] y mi familia entendieran mis canciones. Al principio de mi carrera, le decía: 'Mamá, esta canción es para ti'. 'Ah, gracias, mijita', me respondía. Pero en realidad no entendía lo que decía el tema".
El hecho de que este año sea candidata a varios grammys latinos en categorías tan dispares como mejor álbum del año y mejor álbum alternativo demuestra la eterna lucha entre lo alternativo y lo comercial. El pasado de Julieta tiene más que ver con lo primero que con lo segundo. "De pequeña era antisocial y arisca. No me gustaba la gente. Para eso estaba mi hermana", reconoce.
Con 22 años, salió huyendo de la fronteriza Tijuana donde se crió. Llegó a México capital casi con una mano delante y otra detrás. Los primeros días durmió en casa de la abuela de un amigo. Poco a poco, se fue haciendo un hueco. En 1997 grabó su primer disco, Aquí, con excelentes críticas, pero con unas discretas ventas. La música en México estaba viviendo entonces un renacer inédito. Poco después llegó su canción Amores perros, para la película del mismo nombre, del mexicano Alejandro González Iñárritu. Pero no fue hasta el disco Sí, medio compuesto en España, cuando Julieta acarició el éxito.
"SIEMPRE FUE CONSTANTE y muy lista, pero también muy cabezota. Esa terquedad se ha convertido ahora en una bendición", reconoce su padre. "Yo he dejado de ser José Luis Venegas el fotógrafo para ser 'el-fotógrafo-que-es-padre-de-Julieta-Venegas'. Y estoy orgulloso. Soy su mayor fan. Yo no quería que se dedicase al rock; me alegro de que no me hiciese caso". Sus razones tenía: José Luis cuenta que una vez alquiló un piso a unos melenudos. "Él los llamaba Jesucristos", añade Julieta. Los vecinos se quejaban por el olor a marihuana y José Luis fue a hablar con ellos. Su respuesta le dejó de piedra: "No podemos evitarlo. El mundo del rock es así". "Cuando Julieta me dijo después que tenía una banda de rock, me quedé horrorizado. No la dejé", añade su padre. Menos mal que los hijos casi nunca hacen caso a los padres. Aquella niña protestona ha seguido su propio camino y es ahora una mujer de éxito y sensata. Pero con una deuda pendiente: hacerle una canción a Prince.
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