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Columna
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Un edificio global

¿Tiene la globalización efectos negativos? Realmente no los tiene, salvo aquellos que surgen de una necesaria adaptación. Es como vernos obligados a vestir un nuevo traje, pero el sastre sigue siendo el mismo: lo que nadie quiere es ponerse otra vez los cavernícolas harapos del principio.

La metáfora que mejor refleja la globalización no es sartorial sino inmobiliaria: por primera vez en la historia, los seres humanos vivimos en un solo edificio, la Tierra, por fin comunicado. La inundación de un apartamento o la prosperidad de otro ya no son fenómenos aislados. Todos somos vecinos de una sola escalera. Hasta ahora pueblos enteros podían vivir a espaldas unos de otros, pero en los últimos siglos se han achicado los espacios. La apertura económica y los avances tecnológicos desembocan en una sola raza humana, unida por redes cada vez más fecundas. Esa idea estaba inscrita en la conciencia humana, aunque numerosas teorías políticas se han cruzado en el camino. Y aquellos a los que aún duele esta feliz deriva manejan planes alternativos: desde impedir la construcción de trenes de alta velocidad hasta apedrear hamburgueserías.

Dentro de las reducidas fronteras de España, siempre nos hemos sentido importantes

La globalización pone en solfa los elementos más extravagantes del patrimonio cultural de cada pueblo pero no son los más enraizados en la identidad nacional los que se hallan en peligro sino, paradójicamente, algunas de sus adaptaciones más extravagantes. El pueblo vasco, como tantos otros pueblos, se encuentra hoy mismo aprisionado en sus contradicciones, y debe encontrar su camino para acomodarse a este universo global donde la libre circulación de personas, capitales, mercancías, tecnologías e información es un hecho ineludible. Hay una especie de difuso nerviosismo ante esa nueva realidad, pero habría que hacer el esfuerzo de encararla con optimismo. Porque la globalización desencadena efectos laterales inesperados y muchos de ellos denuncian los rasgos de nuestra identidad que merecen un fulminante destierro. La violencia de ETA, por ejemplo, estaba descalificada desde el principio, pero ahora el mismo fenómeno de la violencia se ha globalizado hasta tal punto que entre sus diversos actores se aprecian elementos competitivos. El mundo de la información es otro enorme mercado libre, y en él hasta los terroristas deben competir. Es tal la atrocidad del terrorismo islámico, cuando con la inmolación de un solo fanático aniquila a centenares de personas, que la cobarde y puntual aplicación del tiro en la nuca por parte de un etarra pierde toda eficacia política, mediática y mental.

La globalización tiene esta clase de paradójicos efectos. Y por eso, gracias a ella, a los vascos nos toca reaprender el papel que nos corresponde en el planeta, un papel, en fin, humilde y pequeño. Nuestros conflictos adquieren una dimensión liliputiense, nuestros retos políticos se saldan con un insignificante pie de página en el libro de la historia. Incluso la violencia política de nuestros miembros más impresentables se convierte, en cierto modo, en una violencia de pacotilla.

Va a ser duro enterarnos de cuán escasos somos, pero a lo mejor no nos viene mal. En realidad, hemos vivido amparados en el proteccionismo mental y cultural que ha configurado el reino de España durante los últimos quinientos años. Dentro de sus reducidas fronteras, siempre nos hemos sentido importantes. Pero ahora debemos encontrar nuestro sitio en un nuevo edificio, donde todo es demasiado grande. Si el Estado español se está convirtiendo en una provincia cada vez más endeble e inconsistente, ¿qué decir de nosotros?

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