Estáis ahí
Dedico una considerable porción del día a leer los comentarios de los lectores a determinadas informaciones, reportajes o artículos en los periódicos digitales. Así como soy selectiva con los blogs -los amigos, los inteligentes (suelen coincidir), los bien informados; nunca los chivatos-, en materia de opiniones públicas me confieso voraz. Algunos de los párrafos enviados me sorprenden. Por ejemplo, aquellos que expresaban su pena por la muerte de Paul Newman y que, después de glosar la discreción del actor tanto en vida como en su deceso, no dudaban en desearle que se encontrara pronto en el cielo con la hermana, la madre o el padre del firmante.
Son una fuente de entretenimiento, formación, curiosidad. Qué viva está la gente. Ignoro si estos mensajes pasan por filtros; en cualquier caso, lo que llega a la pantalla parece muy libre. Cierto que hay opinantes que se enzarzan en discusiones, algunos rozan el insulto, otros son muy salados en sus apreciaciones del contrario... Qué viva está la gente, y qué poco dispuesta a que se la den con queso. Algunos son tan desconfiados que antes se comerían el ratón que el queso. Las teorías de las conspiraciones -así como los bulos y leyendas urbanas-, que tanto miedo producen en Internet -sobre todo cuando su blanco son empresas, bancos: gente de orden-, han existido siempre. Lo único que hace Internet es ampliar su eco brutalmente.
¿Ocurre lo mismo con las opiniones de los lectores? No. Son piedras que se lanzan a un estanque y que, por unas horas, con suerte unos días, crean círculos en el agua. Algunos, iluminadores. He leído en este periódico comentarios sobre economía o aeronáutica que me han provocado admiración. Imagino que los jefes se han apresurado a seguir la pista de quienes los enviaron, dado que su contratación como expertos sería un puntazo. En la línea de Cuéntanos Cómo Pasó -si el lector tuvo la suerte de vivir un huracán, y la re-suerte de sobrevivir-, su testimonio (ah, cómo me gusta esta palabra, tan cara a Jehová, según parece) resultará un aliciente de primera para engancharse a lo que sea.
Disfruto con los vídeos, aunque suelo quitarles la voz en off, y adoro ver las galerías de fotos, que tienen la ventaja de que no te da tiempo a leer los pies -y produce pereza congelar la imagen, sabiendo que detrás viene otra: tiempos aquellos detestables en que se hacía fotografía para interpretar la realidad, no para rellenar espacio-, con lo cual no te influyen en absoluto. Mente en blanco.
Pero lo que más me place, ya lo he dicho, es leer cotidianamente a los tribunos públicos correspondientes que usan de su derecho a comentar. Como hay bastantes que repiten, no resulta difícil aficionarse a ellos, hacerles un lugar entre la tropa de conocidos. Forman grupos, pero no asociaciones, que yo sepa. Los que creen que de todo lo que ocurre en el planeta tiene la culpa Zapatero o los que, viceversa, se ensañan con el partido de la oposición aunque sea para comentar un encuentro de fútbol. Los hay que jalean al periódico -su periódico, confiesan- y los que prometen no volverlo a comprar porque no les cuadra lo que han leído con su propia idea del asunto. Qué viva está la gente, repito.
Lo que menos entiendo, pero eso debe de ser cosa de mi edad y de que sólo hace 27 años que tengo ordenador, es el tema de las puntuaciones a los trabajos periodísticos. Aparte de en las columnas y artículos, que ahí está clarísimo, ignoro por qué de repente se puntúa altamente una noticia de agencia o de simple información. Suposiciones: a) el asunto es interesante; b) la noticia está bien redactada y rezuma neutralidad; c) ha resultado muy divertida. Deberíamos poner, al lado de los trabajos de los profesionales, en el lugar que ocupan ahora las estrellas, muñequitos para señalar la especialidad, como en algunos medios se hace con las películas, o en las páginas dedicadas al clima.
Los comentarios a los trabajos forman parte de ese gran clásico del periodismo, las Cartas al Director, en su versión cibernética. Que no nos falten.
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