La provocación no es lo que era
El arte reacciona con tibieza a los excesos de los finalistas del Premio Turner
La nueva edición del Premio Turner vuelve a tener como objetivo confeso el suscitar un (muy recurrente) debate sobre los derroteros que tomará el arte contemporáneo, aunque la selección de sus cuatro finalistas ha sido recibida por el grueso de la crítica británica cuanto menos como insípida.
Las obras de los concursantes se exponen en la Tate Britain londinense
Si bien ese adjetivo no se ajusta quizá a piezas tan excéntricas como un maniquí femenino sentado en la taza de un retrete, la filmación a cámara lenta de una mujer que destroza un juego de té de porcelana o un vídeo protagonizado por el famoso dibujo animado de Homer Simpson, lo cierto es que este tipo de propuestas parecen haber perdido su capacidad de provocación. La pintura vuelve a ser la gran marginada del galardón más polémico y publicitado del Reino Unido, en pro de exponentes del arte conceptual, cuyas obras precisan de un soporte discursivo que las acompañen para ser comprendidas.
Aunque las mujeres dominan claramente la lista de aspirantes a hacerse con las 25.000 libras del premio, cuyo ganador será anunciado el 1 de diciembre, el único nombre masculino parte como favorito en las casas de apuestas de la isla. Porque sí, hasta en esto encuentran motivo para la apuesta los británicos. El londinense Mark Leckey, de 44 años, ha presentado una colección de vídeos, diapositivas y otros soportes que pretenden reflejar su "fascinación por la cultura visual contemporánea". Entre ellos un montaje que toma como epicentro al célebre Conejo, de Jeff Koons (1986), fuente de inspiración de las esculturas y cintas sobre animales que han marcado su carrera.
La inclusión de un episodio de Los Simpson en una de las instalaciones que firma ha sellado el desembarco de los dibujos animados en el entorno neoclásico de la Tate Britain, que desde esta semana expone las obras seleccionadas por el jurado del Turner. Pero la presencia del ácido Homer en el museo londinense sorprende menos entre el público que la necesidad de sortear a un grupo de atletas que desde el pasado julio recorren el pasillo central de la galería en relevos de 30 segundos. Los esforzados velocistas son los protagonistas de Work no 850, la creación más reciente de Martin Creed, agraciado en su día con el Turner (2001), gracias a una bombilla que se encendía y apagaba en una habitación vacía. El varapalo que recibió la Tate por alojar este experimento conceptual se ha visto compensado con una importante afluencia de visitantes, en clara competencia con su institución hermana al sur del río, la Tate Modern.
La controversia, es de sobra conocido, corre paralela al Turner, y el despliegue de las obras del citado Leckey, de Goskha Macuga y Runa Islam -respectivamente de origen polaco y bangladesí- y de la escocesa Cathy Wilkes han cumplido con creces. Un grupo de pintores figurativos se plantaban a las puertas del museo, en la inauguración del pasado lunes, para exigir la destitución de su director, Nicholas Serota, por el "circo mediático" orquestado en torno al galardón, que precisamente se nutre de su supuesto afán provocador. La sentencia de los expertos, sin embargo, es que se trata de una edición "de bajo perfil", en contraste con la buena acogida dispensada a las propuestas del año pasado, entre las que venció Mark Wallinger con la recreación del campamento contra la guerra de Irak que en su día levantó un pacifista británico frente al Parlamento de Westminster.
De poco original ha sido tildado el espíritu surrealista de Wilkes, de 42 años, y de sus maniquíes desnudos rodeados de objetos dispares, entre los que llama la atención una colección de cuencos de cereales sucios. Su colega Macuga, de 41 años, ha realizado una serie de collages a partir de las obras de la fotógrafa y pintora Hielen Agar y del surrealista Paul Nash, al tiempo que se inspiraba en otra famosa pareja, el arquitecto Mies van der Rohe y la diseñadora Lilly Reich, para recrear dos de sus esculturas en vidrio y acero.
Por su parte, la directora Runa Islam, de 37 años, exhibe tres de sus películas, entre las que destaca la filmación de un grupo de conductores de rickshaw en Dhaka. La artista ha convertido la lentitud y repetición en su sello: en esta ocasión pagó a sus protagonistas para que se tomaran el día libre y no hicieran absolutamente nada, mientras la cámara giraba constantemente en torno a ellos. Sobra decir que la cinta adolece de toda acción.
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