La ambigüedad ante el espejo
Una gigantesca imagen de la muerte pasando las hojas de un libro ilustraba hace una década la producción de Richard Jones y Antony Mc Donald para Un ballo in maschera en el lago de Constanza dentro del Festival de Bregenz. Tenía tal potencia visual que dio la vuelta al mundo, llamando la atención a propios y extraños sobre esta ópera verdiana. A nivel más local -y más discutible- Calixto Bieito ponía a un grupo de parlamentarios leyendo el periódico en una fila de retretes en la producción de Un ballo in maschera en el Liceo de Barcelona. Los medios de comunicación se frotaban las manos y de nuevo saltaba esta ópera al primer plano de la actualidad. De la puesta en escena de Mario Martone que abrió ayer la temporada del teatro Real también quedará una imagen -la de los espejos- o una escena, si se prefiere, -la final, del baile-. Con ella la representación coge un vuelo plástico y conceptual que hasta entonces no tenía, y todo el juego de ambigüedades, disfraces, simultaneidad de tragedia y comedia, divagaciones sobre el amor y la muerte, adquiere un sentido reflexivo y teatral que complementa la ambivalencia -compleja y popular- del discurso musical. Martone es un director de escena inteligente pero hasta ese cuadro final no había destapado el frasco de las esencias. No había estado especialmente inspirado, ni siquiera en la dirección de actores. En el baile se redime y da la vuelta a la obra. No es cuestión únicamente de habilidad técnica o de potencia plástica. Lo que salta a la superficie es la profundidad de las pasiones verdianas.
UN BALLO IN MASCHERA
De Giuseppe Verdi. Con Marcelo Alvarez, Violeta Urmana, Marco Vratogna, Elena Zaremba y Alessandra Marianelli. Coro y Orquesta Sinfónica de Madrid. Director musical: Jesús López-Cobos. Dirección de escena: Mario Martone. Coproducción con Covent Garden de Londres. Inauguración de temporada. Teatro Real, 28 de septiembre.
Del trío vocal protagonista faltó a la cita Carlos Álvarez por una laringitis y fue una lástima. El barítono malagueño tiene un peso en escena excepcional. Su sustituto, Marco Vratogna, tiene potencia pero escasa personalidad de momento. Tampoco sus dotes de actor son convincentes. El otro Álvarez, Marcelo, fue, a mi modo de ver, la voz más verdiana de la noche y gracias a su empuje, su fraseo y su musicalidad, la representación elevó el vuelo y cogió empaque. Cuando él no estaba en escena el tono de la función se resentía. Violeta Urmana es una cantante todoterreno que supo dar a Amelia ese aire de madurez que solía destacar del personaje la cantante Katia Ricciarelli. Estuvo impecable casi toda la noche pero se dejó sin torear, que dirían los taurinos, el momento más esperado de su cometido, el aria del comienzo del tercer acto, Morrò, ma prima in grazia, a cuya interpretación faltó intensidad y emoción. Resultaron adecuadas para sus papeles Elena Zaremba y Alessandra Marianelli.
López Cobos dirigió con más alma, corazón y vida que en otras ocasiones. Su oficio es incontestable. Se agradece en cualquier caso, tratándose de Verdi, algún detalle de vulgaridad, si está inspirado por el propio fuego de la música del compositor. Y esta vez los hubo. Especialmente notables el segundo acto al completo, por su tensión dramática, y el cuadro final, por su gran limpieza, en sintonía con la solución teatral. La orquesta respondió a las indicaciones del maestro. El coro cumplió.
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