Santa paciencia
Impecable, así ha sido a lo largo de los años el comportamiento de los españoles ante el azote de ETA. Así se lo he oído decir a algunos extranjeros notables, tan conocedores de España como para no otorgarle ningún estúpido romanticismo a esos terroristas a los que, a pesar de las insistentes protestas, algunos periódicos americanos o ingleses siguen denominando "militantes separatistas". Impecable, capaz de distinguir entre los que aspiran a contemplar algún día el sueño de una nación vasca (para el disfrute de una parafernalia patriótica en exclusiva) y lo defienden en el Parlamento y los que lo hacen a punta de pistola. El "ETA no, vascos sí" fue el grito unánime que se alzó en las calles de Madrid aquella sombría tarde de la manifestación por el asesinato de Miguel Ángel Blanco. Así debe seguir siendo, al menos, en un sentido formal, aunque cada uno en la intimidad de su casa opine aquello que brota del corazón y no de la cabeza y se conceda la libertad de expresar esos legítimos impulsos que llevan a meter en un mismo saco a los que mueven el árbol y a los que recogen las nueces, según la descripción poética que hiciera en su día el inolvidable Arzalluz.
Hemos tenido paciencia, la habremos de tener, para encajar la actitud iluminada de quien tiene el cuajo de no retroceder un paso de sus convicciones ni viendo ante sí otra víctima de esa ideología tan valiosa que requiere el sacrificio de los inocentes. Han tenido paciencia y actuado con conmovedora discreción los que lloran a Luis Conde. Todo eso les honra, nos honra, honra la infinita paciencia, pero una pregunta queda en el aire: ¿nunca podremos esperar que quienes no son asesinos pero comparten la misma aspiración renuncien un poco, sólo un poco, a una idea que sólo nos ha traído la desgracia? ¿No será que el veneno está agazapado en la idea en sí?
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