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Crónica:SILLÓN DE OREJAS
Crónica
Texto informativo con interpretación

Otra noche en blanco

Manuel Rodríguez Rivero

Por razones que no vienen al caso, pero que quizás tengan que ver con mi rampante misantropía, me escaqueé de la espectacular (en el sentido que daban los situacionistas al término) Noche en Blanco gallardonesca y me quedé en casa (tú te lo pierdes, me advirtió un vecino entusiasta). Por la tarde había estado viendo la (en mi opinión) fácil, prescindible película de Cuerda sobre el relato del malogrado Alberto Méndez, de manera que necesitaba algo que me devolviera mi confianza en el cine. Lo encontré precisamente en El cine, ¿puede hacernos mejores? (Katz), una interesante recopilación de ensayos del filósofo Stanley Cavell en los que se indaga en el modo en que lo que vemos en la gran pantalla puede contribuir a nuestro "mejoramiento moral". Cavell lo descubre, por ejemplo, en la gran comedia hollywoodiense de los cuarenta. Claro que, a veces, ese pretendido "mejoramiento" se consigue por caminos más tortuosos: pienso, por ejemplo, en mi reciente revisión de la durísima Saló o los 120 días de Sodoma, una de las películas malditas de la historia del cine. Completé la sesión, por cierto, con la lectura de los dos cantares italianos (y delirantes), el LXXII y el LXXIII, que Ezra Pound, uno de los grandes poetas del siglo XX, escribió en honor de la efímera República Social Italiana de Saló, el Estado títere creado por Hitler para retrasar el desmoronamiento de sus aliados fascistas (pueden leerse, bilingües, en Cantares completos, volumen III, Cátedra). A propósito del fascismo -del que la película de Pasolini constituye una enrevesada metáfora, y los poemas de Pound un ejemplo de la fascinación que ejerció sobre no pocos intelectuales-, en la última semana he devorado el breve y espléndido trabajo de Donald Sassoon Mussolini y el ascenso del fascismo (Crítica), en el que se indaga en el personaje y las circunstancias de la "marcha sobre Roma" (que, por cierto, tan favorablemente impresionó a los jóvenes mauristas españoles). En un tiempo en que el populismo impregna el discurso político a derecha (Sarah Palin, que parece surgida de una pintura de Norman Rockwell) y a izquierda (Chávez y sus inefables carajos antiimperialistas) no viene mal recordar la historia y atracción del fascismo, entre otras cosas porque nos ayuda a redefinir lo que, por su novedad -y porque a menudo se halla "contaminado" por un discurso ambiguamente izquierdista y jacobino- todavía carece del nombre adecuado.

Desfilando

Leo en alguna parte que la sobrina segunda de Jaime Gil de Biedma (nuestra castiza señora Palin) se ha comprometido a que las modelos de la Pasarela Cibeles (ahora Cibeles Fashion Week) tengan un índice de masa corporal no inferior a 18. De cumplirse dicha promesa presidencial, incluso yo podría desfilar en tal afamado evento, algo a lo que, desde hace tiempo, vengo dando vueltas en mi loca cabecita. Sólo necesitaría un modista audaz -una especie de John Galliano o Vivienne Westwood alucinado por doble dosis de ácido lisérgico- que me diseñara el modelo apropiado a mi personalidad y envergadura. Estos días, por ejemplo, me encantaría un vestido color recesión rematado con un tocado audaz, una especie de sombrero carioca a lo Carmen Miranda (1909-1955) en el que las suculentas frutas fueran sustituidas por algunos de los libros con que nuestros editores nos bombardean en esta rentrée creyendo que el monte de las librerías sigue siendo orégano de vacas gordas. Y no, señoras y señores: repasen el Nielsen y demás sondeos semisecretos a los que estén suscritos los más pudientes de ustedes y comprobarán que la alegría se ha congelado dramáticamente. Entre otras cosas porque los libros, aunque a Jorge Herralde le moleste reconocerlo, están caros: el precio medio no ha subido demasiado porque en el cálculo pesan mucho los de bolsillo, pero los "tapadura" y, en general, los trade han experimentado un notable aumento que ya no pone tan fácil encontrar muchas novedades por debajo del área de los 20 euros. Y la gente lo sabe. En el lema de la última campaña, "libros a la calle", tras el "gancho" presuntamente irresistible de las primeras líneas de obras contemporáneas reproducidas en grandes pegatinas estratégicamente dispuestas en los vagones del metro, se pregunta al añorado (e improbable) lector: "Ya has hecho lo más difícil. Empezar un libro. ¿Por qué no lo acabas?". El otro día, mientras viajaba de Tirso de Molina a Quevedo (con transbordo en Sol) rodeado de humanidad trabajadora (bueno, sólo cuando las cíclicas crisis del capitalismo se lo permite), descubrí que en una de ellas alguien había contestado lacónicamente y a bolígrafo: "Porque no tengo pasta". Ya ven: el rinoceronte de lo banal irrumpiendo en el santuario-cacharrería de la literatura. Y ustedes con esos pelos.

Montero

A Isaac Montero (Madrid, 1936-2008) no le favoreció en absoluto la bronca polémica que mantuvo con Juan Benet (Madrid, 1927-1993) en las páginas de un número extraordinario de Cuadernos para el Diálogo (el mensual de referencia que dirigía Pedro Altares y en el que se forjó una generación de políticos que no se ha caracterizado precisamente por el agradecimiento) que llevaba el título, hoy de desarmante ternura, de Literatura española a treinta años del siglo XXI. En 1970, la novela social-realista, entre cuyos practicantes se incluye de modo perfunctorio al escritor recientemente fallecido, ya se había topado con el cansancio de un mercado que, sin embargo, había crecido exponencialmente a la sombra del "desarrollismo" franquista. Para entonces, algunos de los críticos literarios españoles más prestigiosos defendían desde el influyente suplemento "de las artes y de las letras" del diario Informaciones un tipo de literatura menos centrado en el "compromiso con la realidad" y más orientado hacia la valoración del "lenguaje" y la forma literaria. Y, sin embargo, a Montero le faltaba publicar algunas de sus mejores novelas (Los días de amor, guerra y omnipotencia de David el Callado, la serie Documentos secretos, Pájaro en una tormenta), en las que, sin abandonar sus presupuestos éticos y estéticos, incorporaba, además de asuntos y motivos novedosos, una evidente preocupación por la puesta al día de un lenguaje narrativo anquilosado que los novelistas del boom latinoamericano estaban poniendo indirectamente en evidencia. Montero, pesimista de la inteligencia y optimista de la voluntad, no abdicó nunca de la literatura, a pesar de la escasa respuesta que sus últimos libros encontraron en el mercado. El otro día, mientras un grupo de amigos lo despedíamos en el Cementerio Civil -donde también está enterrada la traductora Esther Benítez, con la que compartió la mayor parte de su vida-, recordé la influencia que su obra ha ejercido sobre algunos escritores (y políticos) de mi generación. Que, por cierto, brillaron por su ausencia.

Ilustración de Max.
Ilustración de Max.

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