Un espíritu quebrado
La paciencia de Evo Morales fue el ingrediente que, paradójicamente, cambió (por ahora) el rumbo de la grave crisis que vive Bolivia.
En los últimos 15 días, la confrontación entre el Gobierno y los gobernadores de las cuatro provincias opositoras, que había sido sazonada con bloqueos de carreteras, incendios de ductos de gas y tomas violentas de instituciones del Estado central, se decantó en sangre en el norte amazónico de Bolivia. Finalmente, una de las partes abrió fuego y el fuego devoró la vida de una quincena de campesinos y estudiantes que querían llegar a Cobija (capital del departamento de Pando) para expresar su respaldo al Gobierno y enfrentar a la mayoría antigubernamental en esa región. La apuesta de los opositores era obligar a Morales a morder el anzuelo, retomar el orden con la fuerza militar y eventualmente hacerlo en sangre. Pero el presidente no pestañeó.
La acción de la prefectura de Pando (11 de septiembre), con el consentimiento del gobernador Leopoldo Fernández, uno de los políticos más veteranos del país (con 20 años de parlamentario en las espaldas y emblema del viejo y desplomado sistema de partidos), mostró al país y sobre todo a la comunidad internacional que la oposición actuó al viejo estilo de los caciques locales, ahogando en sangre la disensión. ¿Quién podría hoy justificar las muertes, las tomas vandálicas y los atentados contra el patrimonio estatal ejecutadas por los enemigos del Gobierno? ¿Cómo defender la legítima demanda de autonomía y el reclamo de ingresos petroleros de los departamentos de oposición, tras esa ordalía que lo único que hizo fue quitarles el piso de la razón a sus abanderados?
Morales respondió rápidamente, decretó un estado de sitio en Pando (13 de septiembre) que provocó dos muertes más, detuvo a Fernández y le acusó de autor intelectual de los hechos de sangre. Casi simultáneamente, la reunión de presidentes suramericanos (incluido Hugo Chávez, que sermoneó al "ineficaz" mando militar boliviano y expulsó también al embajador estadounidense en Caracas) le dio un espaldarazo contundente a Morales, pues no sólo respaldó la democracia boliviana y a su Gobierno ratificado en un referéndum en agosto pasado, sino que de modo bastante explícito criticó a la oposición, lo que refleja el sentimiento internacional que lee: en Bolivia, una acción racista de las élites concluyó en un crimen colectivo. Los matices, que los hay, no cambiarán esa sensación. Es obvio que el Gobierno organizó la marcha campesina, es obvio que hubo provocación y que el primer muerto fue de las filas de los seguidores del gobernador, pero la inadmisible desmesura de la respuesta y el vandalismo de días anteriores es un argumento demasiado fuerte.
Estos hechos obligaron a los gobernadores opositores a bajar las armas y rendirse al diálogo, lo cual es una buena noticia. El preacuerdo entre Gobierno y oposición es un augurio de paz que todos esperábamos. Pero con todo, el riesgo de una confrontación violenta en Bolivia sigue siendo alto. Las diferencias regionales, raciales y culturales están en su punto más álgido. La vocación de Evo Morales no es el diálogo ni la concertación, a pesar de este gesto que podría ser sólo aparente. El tema central del debate sigue siendo su proyecto de Constitución aprobado ilegalmente, que muy probablemente será llevado a referéndum en enero próximo. Es un texto cuyas inconsistencias, problemas y rasgos étnico-culturales demasiado escorados hacia lo indígena (el 45% de la población boliviana) encierran otro potencial polvorín.
Evo Morales tiene hoy un apoyo mayoritario indiscutible internamente, pero sigue insistiendo en un proyecto hegemónico y excluyente en una Bolivia que, en su óptica, debe dejar de ser República o nación para convertirse en un Estado compuesto por 37 naciones indígenas. Plantar cara a esas ideas hoy es casi imposible. ¿Quién podría respaldar a una oposición que mostró rasgos de ultrismo, miopía y falta de comprensión de la realidad boliviana tan flagrante y tan descarnada? Es que ésa no es ya una oposición que represente la sensatez, el equilibrio y la búsqueda de respuestas posibles de futuro. Pero es lo que hay. El peligro es que entretanto vayamos camino a la aplicación de un modelo de utopía arcaica y de autoritarismo del que podremos arrepentirnos, o peor, en la ruta de una conflagración que ponga en riesgo la unidad intrínseca de Bolivia, cuyo espíritu, hoy, está quebrado.
Carlos Mesa es ex presidente de Bolivia.
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