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Columna
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El Estado testarudo

El juez Garzón, de la Audiencia Nacional, pidió a primeros de mes a los ayuntamientos de Córdoba, Granada, Madrid y Sevilla, la Universidad de Granada, la Abadía del Valle de los Caídos, la Conferencia Episcopal y los archivos del Estado la identificación de desaparecidos, fusilados y enterrados en fosas comunes. No existe un censo total de liquidados por los franquistas, con o sin juicio, en las persecuciones que desató su levantamiento de 1936. Lo que conocemos ha sido labor de historiadores y familiares de los muertos, frente a la resistencia del Estado español, que, junto a la Iglesia católica, se ha sentido guardián de los secretos sobre los que el régimen de Franco se fundó. Francisco Espinosa Maestre, investigador en la universidad sevillana, autor del informe entregado a Garzón, contaba el miércoles en la Cuarta Página de este periódico las trabas que los estudiosos han encontrado en archivos militar-policiales, sustancialmente vedados o parcialmente destruidos.

Cuando se habla de una implícita ley del silencio, pactada en 1977, sobre los crímenes de la dictadura, se cae en un equívoco. ¿Cómo puede pensarse en la existencia de una ley del silencio si abundan las monografías históricas, las novelas, las películas, sobre los desafueros franquistas?, dicen muchos. Éste es el malentendido español del inmediato pasado, del presente y seguramente del futuro. Se confunden dos cosas: tienen razón los que dicen que se han publicado muchos libros y se han hecho muchas películas sobre la guerra y la posguerra que duró hasta, por lo menos, 1977. Pero la cuestión no es ésa: la cuestión es que hubo una ley de amnistía o perdón (es decir, de silencio legal, que es lo que vale) en la transición política. Libros sobre el franquismo se escribían también durante el franquismo, es evidente. Pero el silencio legal es el que vale, no el aluvión de libros y películas y artículos de particulares sobre el fenómeno franquista.

Y, a pesar de la llamada popularmente ley de Memoria Histórica, el núcleo del silencio legal sigue intacto. No creo yo que exista una memoria histórica, porque cada uno, o cada grupo, recuerda lo que puede o quiere, y, lo mismo que existe una memoria franquista del franquismo, existe una memoria de la oposición al franquismo: dos memorias históricas por lo menos. Ninguna memoria se puede eliminar por ley, aunque el franquismo creyera que su memoria era la memoria auténtica, verdadera y obligatoria para todos. Creo que la memoria es una opinión. Lo que no es una opinión es que los sublevados en 1936 cometieron crímenes impunes, que, además de probados, están en la memoria y el sentido común de mucha gente. El Estado, sin embargo, se ha resistido mucho tiempo a establecer un registro de las muertes por asesinato, más o menos legalizado, que produjo el nacimiento del régimen franquista. El problema es que de ese régimen, sin romper la continuidad, surgió nuestro Estado de Derecho.

Así que los deudos de aquellos muertos de hace por lo menos setenta años acuden al único juez, sea o no competente en el caso, que parece sensible a los crímenes de Estado. A Baltasar Garzón se dirigen los familiares y la Asociación Granadina para la Recuperación de la Memoria Histórica, que quieren desenterrar al maestro Dióscoro García y al banderillero Francisco Galadí, fusilados junto al poeta García Lorca, con el que comparten tumba. Esa fosa común es hoy lugar de culto, un monolito y un parque público, aunque quizá no sea el sitio exacto de la sepultura, como informaba ayer Manuel Altozano en este periódico. Ian Gibson la localizó en 1971, en el camino entre Víznar y Alfacar, en Granada, al lado de un olivo y una fuente, basándose en el testimonio del enterrador, pero otros testigos de los asesinatos o ejecuciones sin juicio de agosto de 1936 la trasladan a 430 metros de distancia. No sé si este desplazamiento modificará el sentido de las ya tradicionales celebraciones en honor de los muertos.

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