Hotel con vistas
A cada vuelta de vacaciones, la misma pregunta: ¿dónde me hospedaría yo en mi ciudad si la visitara como turista? Hace tiempo habría respondido de forma unívoca -suponiendo que no tuviera problemas de talonario- que en el Majestic. Me gusta la esquina soleada que ocupa, me gusta su bar de la planta baja y, por supuesto -¿a quién no?-, me gusta el Drolma, el restaurante de Fermí Puig. Pero he de confesar que el paseo de Gràcia me gusta cada vez menos: la invasión de tiendas que encuentras en cualquier otra capital occidental lo han despersonalizado hasta el aburrimiento. Además, la oferta hotelera de hoy es incomparablemente mayor que la de antes. Siempre dentro de la gama alta -fantasear no cuesta dinero-, el Arts, el AC Miramar y el hotel La Florida, en la cumbre del Tibidabo, han introducido novedosas perspectivas sobre la ciudad.
Lo que nunca habría imaginado es que dentro de esta lista-fantasía un día entraría un establecimiento situado en el corazón del Raval. Hasta ayer, cuando tuve la oportunidad de visitar el Barceló Raval, que abrirá sus puertas por la Mercè. En plena Illa Robadors -¿quién iba a decirnos que un día se construiría allí un cuatro estrellas?-, junto a la nueva plaza dedicada a Manolo Vázquez Montalbán, delante mismo de casa Leopoldo, ahí está ese edificio de planta elíptica y 37,5 metros de altura, diseñado por Josep M. Blanco y CMV Arquitectes, que próximamente pondrá a disposición de los visitantes de la ciudad 186 habitaciones a un precio por unidad y noche a partir de los 160 euros (algo menos en temporada baja).
Los interiores, debidos a Jordi Galí, no dejan de tener los colores lisérgicos que siempre han caracterizado a esta cadena -recuérdese la célebre moqueta del Barceló Sants. Los tonos fucsia y verde fosforito se combinan con decididos negros y blancos, sin compasión. Todo muy sixties, muy pop: un silloncito Luis XV pintado de plata, empapelados de pared con floripondios, etcétera. Pero hete aquí que Elisenda León, amable anfitriona, de repente te descubre una mirilla en la pared a través de la cual se ve un vídeo con escenas cotidianas del barrio, escenas que no obvian las identificaciones en plena calle a cargo de la Guardia Urbana. Y es entonces cuando uno empieza a intuir la vocación de este hotel de abrirse a la ciudad, más allá de su aspecto de modernidad enjaulada. Las habitaciones tienen amplios ventanales que dan a las azoteas de los edificios colindantes de las calles de Sant Rafael, Robadors o la misma rambla del Raval: azoteas con ropa tendida -abundan las toallas del Barça-, en las que se acumulan viejos muebles inservibles. Un escenario duro, pero real como la vida misma.
Pero es por encima de la décima planta donde se descubre en plenitud -360 grados- este paisaje de aristas afiladas: los campanarios de la ciudad vieja, Montjuïc, el mar y el Tibidabo, con la calle de Muntaner trazando una cicatriz rectilínea de norte a sur. Es una terraza entarimada, con una modesta piscina (para remojarse más que para nadar), donde lo que vale de verdad no es ya la vista objetiva, sino la subjetiva: el sentirse pupila de un gran ojo sobre la Barcelona que no aparece en las postales. Hay, desde luego, riesgo en esta oferta hotelera, un riesgo asumido, pues está claro que se dirige a un público de cierta capacidad económica, pero sobre todo capaz de apreciar las contradicciones en la transformación última de Barcelona. Un público lector de Vázquez Montalbán, en una palabra. Y parece que el Barceló Raval arranca con ímpetu: de aquí a diciembre tiene reservadas 3.500 pernoctaciones. Ahí es nada.
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