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UNIVERSOS PARALELOS
Columna
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Nueva temporada

Diego A. Manrique

Con septiembre, llega el Crying time, como cantaba Ray Charles. La hora de llorar, la hora del cambio de programación. En la antigua televisión, aquellos relevos se vivían como un drama apocalíptico: quedarse sin programa equivalía a dejar de existir; todavía no reinaban los índices de audiencia, ese deus ex machina que hoy funciona como implacable guadaña y que, en cualquier momento, acaba con espacios clásicos o recién nacidos. No, hablo de la radio. Los oyentes habituales saben que, a final del verano, hay turbulencias y afinan el oído. Desaparecen programas establecidos y eso, a veces, se traduce en despedidas doloridas, nebulosas promesas de volver. Digo "a veces", ya que muchas emisoras cortan de hoy para mañana y no dan oportunidad para la ceremonia del adiós. Tienen sus razones, como se verá.

Los medios impresos han renunciado a la crítica de los programas de radio

Existen radios más tolerantes que sí conceden esa cortesía al locutor y a su público. He pasado por esa situación y recuerdo nítidamente la secuencia emocional. De principio, la incredulidad: lo he entendido mal, seguro que hallarán un hueco en la parrilla. A continuación, las súplicas. Finalmente, uno se cree víctima de una terrible injusticia, cuando no de una conspiración. Inevitablemente, comparará su finiquitado programa con los que se quedan: "Pero ¡si nunca le han dado un premio, como al mío! Yo conseguí noticias mientras que éstos viven de los gabinetes de prensa". Si sabe quién va a reemplazarle, crecerá su ira: "¡Cómo se atreven!". Jamás recordará que él desplazó a otro programa y que allí también había trabajadores con sentimientos.

El responsable del programa eliminado descubre que es un apestado. Si ansiaba solidaridad, tremenda sorpresa: nadie alzará un dedo por su causa. Los queridos compañeros le evitarán o se limitarán a las condolencias protocolarias. Sólo los técnicos le servirán de paño de lágrimas: es una película que conocen muy bien.

Y luego están los que prefieren morir matando. En los últimos días, usan el micrófono para soltar sarcasmos (o incitan a que se desmelenen sus colaboradores). Se van calentando y atacan a los que creen únicos responsables de su desgracia. Abren las líneas telefónicas para que intervengan los fieles oyentes. Estos proponen boicoteos, campañas de llamadas, hasta manifestaciones. El locutor permanece impávido, como si esa catarata le pillara de sorpresa. Todo lo más, una ritual invocación a respetar a "los magníficos profesionales" que van a ocupar, ay, su tiempo. Tendemos a creer que el tiempo radiofónico que ocupamos es nuestro, cuando sólo somos inquilinos, aparceros, huéspedes.

Por debajo del alboroto -que, debe reconocerse, es espléndida radio descarnada, nervios al aire- van las maniobras orquestales en la oscuridad. Las quejas a instituciones, partidos, asociaciones, personalidades, famosos. Se espera que, a su vez, llamen al director, para hacer constar su disconformidad con la decisión de acabar con un espacio tan simpático y tan necesario.

El combate se amplía a las páginas de Internet. Los medios impresos, mayormente, han renunciado a la crítica regular de la radio, con lo que dejan el campo abierto a los digitales, donde abundan los gallardos defensores de causas perdidas, los benditos indocumentados que ignoran los mecanismos de los medios de comunicación. Arden los foros y muchos devotos juran que jamás volverán a escuchar tan despiadada emisora.

Debería haber otro modo de desahogarse. Siempre pensé que las grandes emisoras necesitarían un gabinete de atención psicológica preparado para intervenir en esos trances. ¡No es una boutade! Si alguien ha gozado de la confianza que implica dirigir un programa, se supone que se trata de un activo valioso y conviene evitar que se desgaste en esas batallas, que chapotee en su propia furia, que deteriore la imagen de la cadena. El mundo no se acaba con la desaparición de un espacio: pasan los directores, cambian los jefes de programas y los buenos profesionales vuelven a la superficie. Al menos, quiero creer en esa teoría.

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