Laberintos soñados
Paul Auster muestra en Un hombre en la oscuridad el aciago derrotero del mundo
En Dossier Paul Auster. La soledad del laberinto, el autor de La trilogía de Nueva York (1987) le cuenta a Gérard de Cortanze que encontró un cuaderno de sus tiempos de estudiante en el que, con 19 años, había escrito "el mundo está en mi cabeza. Mi cuerpo está en el mundo", y le confiesa entonces que sus libros se limitan a desarrollar esa constatación. A estas alturas de su trayectoria parece ya probado que así es, y que seguramente la mejor definición de su poética, más allá del consabido conglomerado temático azar-soledad-identidad-enigma, es la que anotó en aquella libreta y la que ahora le encaja como anillo al dedo a su nueva novela, Un hombre en la oscuridad, que, alrededor de la figura de su septuagenario protagonista, el crítico literario August Brill, funciona, como si de un organismo bipolar se tratase, en dos espacios distintos alternados en forma de contrapunto, el social y el mental. De un lado su autobiografía fragmentaria y contrita, vertida a través de intensos monólogos por los que corre el remordimiento, la evocación de un pasado afligido y equívoco con su difunta esposa Sonia, la conciencia de formar parte de un mundo irremediablemente desquiciado y las entregadas relaciones emocionales con su hija Miriam y su nieta Katya, con las que convive "en una casa blanca de madera al sur de Vermont", viendo películas, elogiando el talento de los grandes del cine con Katya y recordándonos que el arte mejora la realidad, convaleciente de un accidente y de los incontables infortunios familiares que lo han abatido, del divorcio de su hija única a la muerte violenta del novio de su nieta en la guerra de Irak. De otro, el relato-dentro-del-relato situado en una historia actual pero alternativa de Estados Unidos que el insomne Mr. Brill, ajustando cuentas con el pasado, tumbado en una cama y encerrado en una habitación como el amnésico Mr. Blank de Viajes por el Scriptorium (2006), inventa y continúa cada noche para redimirse de una vida que lo oprime.
Un hombre en la oscuridad
Paul Auster
Traducción de Benito Gómez Ibáñez
Anagrama. Barcelona, 2008
207 páginas. 17 euros
Una espléndida historia de fantasías posibles, mundos paralelos y juegos con la Historia que Brill concibe como una metalepsis unamuniana en la que el personaje interactúa con su creador rompiendo los niveles ontológicos, a la manera de 'Continuidad de los parques' o 'La noche boca arriba' de Final de juego, de Cortázar, la historia del joven mago Owen Brick sumido en la teoría de los mundos infinitos de Giordano Bruno (sic), que se despierta de un presunto sueño caído en un hoyo "en forma de círculo perfecto, con paredes verticales de tierra sólida, tan dura que la superficie tiene una textura de vidrio", un hoyo que trae a la memoria El pozo y el péndulo, de Poe, y del que Brick sale convertido en un soldado norteamericano inmerso en una nueva y desconcertante guerra civil de secesión, y elegido para detener la guerra matando a un tal Blake o Bloch que resultará ser Brill, el tipo que se imagina historias que se convierten en realidad. El personaje Brick deberá matar a su creador Brill después de que su historia avance a galope tendido arrastrando al lector hasta acabar como el rosario de la aurora en la página 138, con la artimaña metaficcional de una pregunta retórica de rigor ("¿ha de terminar de este modo?") y dando paso a tres nuevas y sucintas historias bélicas situadas en la II Guerra Mundial, y a la narración gore de la ejecución en Irak de Titus, el que fuera novio de Katya, relatos que entretienen pero resultan deslavazados en el contexto del poderoso contrapunto entre la autobiografía de Brill y la inquietante historia secundaria, metaficcional y austeriana de Brick, que había apostado muy bien por la idea de unas vidas soñadas por el sueño de otro ("la guerra es un producto de su imaginación y todo lo que ocurre se encuentra en su cabeza", "[hay] muchos mundos, y cada uno de ellos lo sueña o lo imagina alguien en otro mundo. Cada mundo es la creación mental de un individuo"), intuida por Borges en 'Las ruinas circulares' de Ficciones ("con terror, comprendió que él también era una apariencia, que otro estaba soñándolo"), y que creó expectativas que finalmente no se han cumplido del todo, si bien la complejidad de esta novela comprometida, irónica y laberíntica resarcirá sobradamente al lector de ese punto en el que se le ven las costuras.
Un hombre en la oscuridad, tal vez su novela más próxima a la denuncia de la falacia política, es un planto fúnebre, una pausa en el camino para lamentar el aciago derrotero del mundo mientras el peregrino mundo sigue girando, "una larga y delicada danza, un minueto de deseo, miedo y claudicación" ante los rigores de la vida real, una crítica velada a las razones de Estado que amparan guerras que se dirían soñadas por un monstruo, la exposición de la amargura vital del individuo contemporáneo y de los embelecos y artificios de la noche entendida como símbolo, como tiniebla moral, de su noche oscura del alma, que es la nuestra.
Intento apresurado de cartografía austeriana
Del complejo mapa de las influencias en la obra de Paul Auster, algunas rutas principales podrían ser:
- La novela negra clásica de Raymond Chandler o Dashiell Hammett: enredos, atmósferas tensas y diálogos trazados con tiralíneas. Alfaguara acaba de publicar su ópera prima, Jugada de presión (Squeeze Play), una suerte de pastiche de la novela negra más clásica que el autor de Nueva Jersey sacó a la luz en 1976 bajo el seudónimo de Paul Benjamin.
- La literatura del absurdo: de los universos claustrofóbicos de Franz Kafka a la tierra baldía, simbólica y abstrusa del absurdo en manos de Samuel Beckett y de su lenguaje irracional, de su visión descarnada de un mundo solitario que denuesta la Historia y de la ausencia de una lógica convencional en episodios crueles, miserables o nihilistas de la vida diaria.
- El Quijote de Cervantes, al que rinde homenaje en La trilogía de Nueva York: las historias engastadas o intercaladas a modo de muñecas rusas, los laberintos discursivos en los que juegan al escondite las voces de narradores, autores y personajes, el desdibujamiento seductor del límite entre realidad y ficción.
- El existencialismo francés: Sartre y Camus, l'homme révolté, la náusea existencial, los conflictos de identidad.
- La novela posmoderna norteamericana de Pynchon o Barth: la paranoia, las tramas ocultas, el azar enredando al individuo, la tiranía de la metaficción, elevados a los altares de la arquitectura narrativa, y la tentación de cierta ciencia-ficción de corte psíquico.
- El psicoanálisis de Jacques Lacan y los simulacros de Jean Baudrillard: los atolladeros de la mente humana descompuestos en sueños, fantasías e invenciones de la realidad, la aprehensión del mundo de la mano del lenguaje y la idea de un entorno simulado que es real pero no es verdadero.
- Los relatos fantásticos de Edgar Allan Poe y su habilidad para lograr que el ser humano se enfrente a sus propios terrores por medio de una construcción doméstica del miedo.
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