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PERDONEN QUE NO ME LEVANTE
Columna
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Cuando los hombres…

Este agosto: monstruoso en la oferta de cuerpos poco vestidos, playas aparte. Nadadores, atletas, ciclistas, tenistas, futbolistas y etcétera. No hay nada más fatigoso que la línea costurera para deportes, posee el empalago de lo evidente y la elasticidad de lo sintético. Sólo los rostros de los deportistas, los primeros planos de su esfuerzo, su ira o su gloria, resultan apasionantes.

Por eso me parece tan compensador ver Mad Men, la serie de publicitarios neoyorquinos que se desarrolla muy a principios de los sesenta y que emite Digital+. La pillo como puedo, porque tengo mucho recado de escribir y no puedo enviciarme, pero así y todo procuro no perderme los episodios, aunque los vea trastocados, de cualquier manera.

Es una serie con personajes vestidos. La ropa es el espejo del estatus, pero también del alma, y, sobre todo, del carácter y del ánimo. En Sexo en Nueva York basta contemplar el catálogo de marcas con que se cubren las protagonistas para comprender que nos encontramos ante cuatro perfectas cretinas con tacones y con las mismas ganas de cazar un tío que nuestras bisabuelas: la única diferencia estriba en ese momento, prácticamente de ciencia-ficción, en que figura que follan bastante. En Mad Men la utilización del vestuario (la ambientación, el decorado, la aplicación del color) nos dice inmediatamente que la historia trata de seres humanos. De sexo, también. Profundamente, de sexo, éxito, dinero y fragilidad.

Año 1960, estallido de la publicidad, la vida cotidiana en una agencia de Madison Avenue, el cogollito de Manhattan, el Nueva York salido de la convencionalidad de la posguerra y la guerra fría, vivido provincianamente a lo grande: bares en sótanos con letreros de neón y una sórdida aventura al final de la escalera, una historia de adulterio, un fingimiento. Hipocresía. Hombres de éxito, cócteles -alcohol por un tubo, así como cigarrillos-, la gran vida disipada del sueño americano sólo para caballeros. Ejecutivos que putean a sus secretarias o las usan, para quienes su esposa es una santa -una bellísima santa, a ser posible-, entregada a los deberes hogareños y maternales. La única mujer con poder: la heredera de un negocio, correosa y rapaz como el mejor ejecutivo.

El cine en pantalla grande (cuando estas tres palabras juntas eran posibles: grande, pantalla, cine). En la cumbre, El apartamento (a la que se refirió hace unos meses Javier Marías en esta revista: atinado artículo), de Billy Wilder. Pero también La torre de los ambiciosos, comedia dramática localizada en la planta noble del rascacielos de una gran empresa, en la que Barbara Stanwyck (la heredera) y June Allyson (la dulce esposa) beben los vientos por el honesto ejecutor William Holden. Antes: El manantial (hay una inteligente alusión en Mad Men a la autora del libro, Ayan Rand, defensora a ultranza del individualismo salvaje y el capitalismo más despiadado). Y asimismo: Carta a tres esposas, que, aunque va de otra cosa, tiene una parte impagable a costa de los anuncios publicitarios y "ese nuevo medio" que sirve para idiotizar: nada menos que ¡la radio! Kirk Douglas se pegaba una parrafada digna de su director y guionista, Joseph L. Mankiewicz. Por no mencionar, o sí, la saga neoyorquina que protagonizaron Rock Hudson y Doris Day y que nos mostró el lado amable de ese Manhattan que, retratado en tiempo real, nos escamoteaba su aspecto más pérfido.

En fin, que 'Mad Men' incluye todo eso, metido en una batidora de la época (cuando un electrodoméstico nuevo importaba tanto como un hijo), con la acidez de los ojos de hoy, de la mirada posterior a Vietnam, a la lucha de los negros por los derechos civiles, a la emancipación femenina (depende de cómo: no la de Sexo en Nueva York, desde luego), a las revueltas del 68, a Kennedy, Nixon y Bush… Posterior a Irak y a Los sopranos, obra maestra en la que el responsable de Mad Men, Mattew Weiner, intervino con honores.

Seres humanos, con sus limitaciones, su vulgaridad, sus soledades. Mirar al pasado y, de paso, sirve para analizar el presente.

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