_
_
_
_
Reportaje:EN PORTADA

Un conflicto inacabado

José Andrés Rojo

Exterior noche. Silencio espeso y ruido de cigarras. Las aguas quietas de un río. Se oyen unos lejanos murmullos, luego pasos. Un grupo de soldados transporta una barcaza. Ya en la orilla, el golpe de la proa al entrar en contacto con el agua produce unas cuantas ondas que se diluyen conforme avanzan. Nadie habla, de vez en cuando alguno de los soldados refuerza con un gesto la precisa coreografía con que sus compañeros ejecutan la maniobra. Suben a la barcaza, acomodan como pueden sus pertrechos, buscan su sitio. Algunos fusiles apuntan a la noche, alertas ante cualquier sorpresa. Los que vigilan son los que dan el último empujón, y los brazos de sus compañeros los arrancan de la orilla para incorporarlos junto a los demás que les hacen sitio. Sólo entonces bajan los remos, que rompen la quietud de la corriente y empiezan a moverse. La batalla del Ebro acaba de empezar.

"Es impensable encontrar apoyos para rodar el cerco de Madrid, la batalla de Teruel", afirma Manuel Matji
"En realidad se han hecho muy pocas películas que traten específicamente la guerra", dice Díaz Yanes
Más información
"Sé que mi película va a interesar a la Academia de cine de EEUU"

Luego vendrán otras barcazas, más combatientes, el río se poblará de miles de siluetas que avanzan furtivas para sorprender al enemigo. Quizá la cámara se traslade a otro lugar del Ebro, y a otro, y a otro, para revelar que son muchos los lugares elegidos y que son varias las divisiones que se han embarcado en el desafío de superar la barrera del río. Es posible que enfoque después a uno de los soldados que van en la proa de una de las balsas: un golpe de corriente, cae al agua, grita. Disparos, alarma, heridas, sangre. Las cosas se han complicado, se inician las escaramuzas. Podría ser, sin embargo, que el guión apuntara un cambio de escenario y que la acción se trasladara al cuartel general de los militares responsables de la maniobra, justo en el momento en que reciben la confirmación de que las cosas han salido moderadamente bien. Que salvo en algunos de los lugares elegidos, el objetivo de cruzar el río se ha cumplido.

El próximo viernes se estrena la nueva película de José Luis Cuerda. En Los girasoles ciegos no hay ningún río, ni hay soldados republicanos, ni sangre, ni escaramuzas. Se desarrolla en Orense, en la posguerra. Así que no hay tiros, sólo el sordo y obsesivo rumor de la derrota. Y el miedo y la represión, y el olor inconfundible de las sotanas. No es una película que recoja exactamente la Guerra Civil, pero esa guerra lo llena todo. Está metida en la cabeza y en el corazón y en el sexo de cada uno de los personajes.

Para muchos será una película más de una larga serie que vuelve de nuevo a revivir el viejo conflicto. Otros entenderán que es casi una excepción en una filmografía que peca de pacata a la hora de recuperar la historia. El realizador Agustín Díaz Yanes, que seguramente aún no ha renunciado a la remota posibilidad de rodar la heroica defensa de Madrid, cuenta que los productores se niegan en redondo a colaborar en "otra película más sobre la guerra". Para ellos ha habido ya demasiadas. "Y tienen un miedo terrible a que sea aburrida".

También abunda en la misma idea el guionista Manuel Matji, que se convirtió en director para hacer La guerra de los locos, que aborda también las pesadillas de aquella época. "Filmar las batallas es muy caro, es algo inalcanzable para la industria de hoy", explica refiriéndose concretamente al cine bélico. "Lo quiso hacer Vicente Aranda en Libertarias con el frente de Aragón. Y también lo intentó Pedro Lazaga en La fiel infantería en tiempos del franquismo, y con más apoyos para hacer un cine bélico que exaltara su causa. Pero es impensable encontrar apoyos para contar el asedio de Madrid, la batalla de Teruel. Está totalmente fuera de nuestras posibilidades. Además, el cine español -bueno, lo que queda del cine español, que es más bien poco- es un cine cagón, un cine de cobardes. Hay poco riesgo".

Vicente Sánchez-Biosca, profesor en la Universidad de Valencia y autor de Cine y Guerra Civil española. Del mito a la memoria (Alianza, 2006), introduce un factor temporal para proponer una reflexión. "Toda ficción (pero también el documental) es anacrónica, es decir, incorpora los problemas de su tiempo en la reflexión sobre el pasado", explica. "A veces lo hace de manera muy explícita; otras, más encubierta". Y entonces comenta que podría decirse que durante los años cuarenta casi todas las películas hablan de la Guerra Civil, incluso cuando no tienen nada que ver con ella. "Siempre hay algún personaje que nació entonces, que luchó entonces, que partió después de entonces... Dos ejemplos: Los últimos de Filipinas (1945) nada tiene que ver con la guerra y, con todo, el numantinismo que segrega es incomprensible sin el aislamiento al que está sometido el franquismo en esas fechas. Tampoco se entiende El espíritu de la colmena sin tener presente la guerra: el sepulcral silencio de los personajes, el terror, la fantasía que relaciona a Frankenstein con la pesadilla del maquis...".

¿Cómo ha sido, pues, la relación del cine español con la Guerra Civil? ¿Ha ocurrido que la guerra simplemente se ha colado en las películas porque estaba ahí, y ha proyectado sus sombras en historias que se estaban ocupando en realidad de otra cosa? ¿O ha sido materia de discursos propagandísticos para justificar a uno y otro bando? ¿Cómo ha trabajado el cine con la verdad histórica? ¿La ha torcido demasiado, la ha tergiversado, la ha silenciado? ¿Cómo se ha manejado la ficción con los datos reales? ¿Ha sabido alguien trasladar a la pantalla el desafío del Ejército Popular, que se fue inventando sobre la marcha para frenar el avance de un enemigo superior? ¿Cómo se ha contado la victoria, de qué manera se han atrapado los múltiples hilos de la derrota?

"En realidad se han hecho muy pocas películas que traten específicamente de la Guerra Civil", dice Agustín Díaz Yanes, e invita a repasar mentalmente la inmensa cantidad de ellas que se han rodado sobre la II Guerra Mundial. "Para que pueda haber dos o tres grandes películas tienen que haberse rodado muchas, y no creo que sea el caso". "Hemos hablado poco de la guerra, y lo hemos hecho con susto en el cuerpo", comenta Matji. "Incapaces de ir más allá y de mirar la guerra como lo que es, un espejo de lo que vivimos. La mayoría de las películas que se han hecho sobre el conflicto han tenido una mirada apaciguadora. Hablan de la guerra como si perteneciera al pasado, y no está tan claro que esto sea así. Y me refiero no sólo a la Guerra Civil, sino también a otras guerras, que han terminado por generar en este país una tradición de humillados y ofendidos".

En Los girasoles ciegos -escrita por Cuerda y Rafael Azcona a partir del libro de relatos de Alberto Méndez que Anagrama publicó con el mismo título- se cuentan, entre otras, las historias de un diácono que luchó durante la guerra en las filas franquistas y la de un maestro que se esconde de los ganadores por temor a las represalias. Otra película reciente es El honor de las injurias, un documental. Carlos García-Alix reconstruye ahí la vida de Felipe Sandoval, alias Doctor Muñiz, un tipo de cuidado. En la primera no hay imágenes del conflicto, es una ficción que sucede después; la segunda, en cambio, se alimenta de fotografías y filmes de entonces (la relación de títulos que se incluye al final muestra la cantidad de material rodado durante los años del conflicto) y aborda las cuitas de una persona real.

Felipe Sandoval nació en 1896 en una barriada humilde y no tardó en conocer a la crema y nata del mundo del hampa. No le fue demasiado mal en sus fechorías iniciales a juzgar por la exquisita presencia con la que se presentó en París en 1914. Fue allí donde dejó colgada a su prometida robándole todos sus ahorros, y desapareciendo del mapa. Con el tiempo lo pillaron y terminó en la cárcel de Barcelona, donde se juntó con gente de la CNT e hizo del anarquismo su causa. Eran épocas duras para la clase obrera y Sandoval ya mostró entonces una clara disposición para la acción directa. Durante la República, ya era conocido como el enemigo público número 1 y la guerra lo sorprendió como un preso común más de la cárcel Modelo de Madrid. "Vividor, pícaro, aventurero": así lo definieron entonces. Quedó libre poco después del golpe de Estado de Franco y los militares rebeldes. Fue cuando volvió a la CNT, quería hacer la revolución, se convirtió en uno de los asesinos más sanguinarios de aquellos terribles días.

La película de Carlos García-Alix termina poniendo los pelos de punta por su extrema sobriedad. Caen uno detrás de otro los datos desnudos, y de tanto en tanto estalla en la pantalla el rostro frío y distante del asesino. El discurso revolucionario resuena como la cáscara que esconde el feroz nihilismo del desheredado. Y la guerra se presenta como ese inmenso lodazal en el que se desataron las peores pasiones.

Son sólo dos películas recientes pero sirven para acercarse a las maneras con que el cine ha tratado la guerra. Muestran cómo la trata ahora, en estos tiempos de recuperación de la memoria histórica. "Cada vez quedan menos de los que participaron en la guerra, o que simplemente la vivieron", comenta Díaz Yanes. "Ahora llegan nuevas generaciones y vienen con otra distancia para mirar las cosas". "Hubo una época, después de los tres años de guerra y de lo que ocurrió antes y sobre todo de lo que ocurrió después, en que lo que importaba era cuidarse y hacerse mimos y en la que los españoles tenían que reencontrarse unos con otros", observa Matji. Ya no es el caso y ahora hay, pues, un margen mayor para aplicar el bisturí, sacar el veneno fuera, cerrar las heridas. Y García-Alix se ha acercado en este momento a lo peor de la retaguardia republicana para mostrar, con extrema finura, el tipo de matones que se escudaban detrás de la revolución que reclamaban los anarquistas para realizar su utopía.

"La memoria de la Guerra Civil se ha confundido con la memoria de la represión franquista y ello ha mistificado mucho las cosas", dice Sánchez-Biosca. Luego señala que le parece "contraproducente esta omnipresencia de la memoria", y explica: "La memoria es un instrumento, una herramienta más, de la historia. Necesaria, pero no autónoma. Y, además, sólo funciona porque lo hace el olvido. Darle todo el poder significa sumirse en la irracionalidad, en lo pasional

..., y no lleva a ninguna parte". Recuerda que durante el franquismo no se hizo mucha historia de la guerra. "¿Saben ustedes lo que se hacía? Memoria: recuerdo -sesgado- de las represiones, de los rojos, etcétera".

Los mitos y la verdad. La memoria y la historia. En su libro, Sánchez-Biosca ilustra muy bien sobre la complejidad de contar una guerra y va recuperando películas donde las pasiones partidistas de uno y otro bando se imponían a cualquier otra consideración. "Son ellos, los que sienten en el fondo de su espíritu la semilla superior de la raza, los elegidos para la gran empresa de devolver a España su destino", se escuchaba en Raza, la película de José Luis Sáenz de Heredia que exaltaba las gestas de los franquistas. En el documental Reportaje del movimiento revolucionario en Barcelona, que elaboró Mateo Santos como pieza propagandística de los anarquistas, y que se alimentó de las imágenes que operadores improvisados filmaron de la resistencia obrera al golpe en la ciudad catalana, se defiende la quema de iglesias en estos términos: "Todos esos lugares revestidos de santidad cayeron bajo el empuje de las masas encendidas de coraje y alumbraron con sus llamas el alba roja de que estaba tiñéndose el horizonte español".

La raza y el alba roja. Si hiciera falta un cine de la guerra, lo que sí que es seguro es que no tendría que elaborarse con esos materiales. La versión de los vencedores. Las versiones de las facciones que perdieron en el bando ganador, que fueron calladas o ninguneadas. Las múltiples versiones de los perdedores, cada una de ellas justificando el comportamiento de sus respectivas huestes. De todo ello ha habido ya. El cine tiene esa capacidad de atrapar en sus redes al espectador con la fuerza hipnótica de sus imágenes, y fue utilizada por ambos bandos desde el inicio de los enfrentamientos. Lo que ocurre ahora es distinto. ¿Hace falta un cine con vocación de verdad histórica? ¿O cuando se trata de darle lustre a una narración épica lo cierto es que importa poco lo que pasó en realidad? ¿No ha ocurrido demasiadas veces precisamente eso, que se han querido inyectar en los episodios de la guerra las convicciones de nuestro presente, sus ritos, su estética, incluso sus modas y prejuicios? ¿No hay en muchos filmes recientes demasiado maniqueísmo, no se come el diseño de vestuario el olor que desprende el miedo a morir? ¿Hay, por tanto, una batalla pendiente?

Cierto que desde hace no mucho la guerra es el motivo central que anima muchas filmaciones. Se están rodando por todos los rincones de España los testimonios de los que aún viven, de los que tuvieron que callar durante la dictadura, de los que aún necesitan contar lo que les pasó. Y proliferan documentales para recuperar las andanzas del maquis o para reconstruir algunos episodios bélicos. La cámara se ha convertido ahí, la mayoría de las veces, en un instrumento más del historiador. El culto a la memoria, lo decía Sánchez-Biosca, es de todas formas peligroso. "Es un mal camino salirse de la reflexión", insiste. Pero matiza: "Otra cosa es entrevistar a quienes vivieron la guerra, escuchar sus voces y documentar lo que los libros y los documentos oficiales no cuentan. Pero al servicio de la comprensión".

La cuestión fundamental seguramente es ésa, si se hace cine para comprender. Si las películas podrían servir también para arañar la verdad esquiva de aquel terrible conflicto, y llegar así a un público más amplio. Pero no hay dinero, y los productores temen arriesgarse en productos que igual aburren. "Hay que olvidar la idea de que la Guerra Civil española necesita una gran película", afirma rotundamente Sánchez-Biosca. "¿Por qué? Es una tragedia relativamente cercana y será vivero de ficciones y objeto de documentales porque, además, se posee un material gráfico y cinematográfico abundante. De lo que estoy seguro es de lo que no hace falta: la película que quiera decir todo sobre la guerra, la película de conjunto".

¿Entonces? A Agustín Díaz Yanes, que como profesor tuvo que contar muchas veces la Guerra Civil, le sigue apasionando la idea de contar la defensa de Madrid. "Lo que ocurrió ahí fue extraordinario", dice. Matji rechaza la actitud que ha defendido la derecha durante los últimos años, cuando sostenía que volver a contar la guerra era desafiar la democracia. "Justamente se trata de eso: de enfrentarse a lo que pasó, de encararse con sus conflictos, de tratar de aquello con normalidad. Lo que no tiene sentido es ocultar la guerra, hacer como si no hubiera existido".

"Es difícil hacerse una idea cierta de lo que ocurrió en el 36, demasiadas contradicciones, memorias borradas, cortocircuitos, intereses políticos de ocultación a uno y otro lado", observa Matji, y recuerda que en La guerra de los locos lo que quiso fue contar la guerra como se la habían contado durante tantos años, pero cambiando la perspectiva: "Con la mirada de un niño asombrado ante el humor hiperbólico y el horror desnudo con que los militares -también algunos curas- recordaban sus vivencias".

Así que todavía está por hacer la película que cuente lo que pasó en Madrid cuando la ciudad convirtió el "no pasarán" en una consigna imprescindible para defender la libertad. "Quedan por filmar las vidas de la Pasionaria y de José Antonio, la retirada de las tropas republicanas y su entrada en Francia en los campos de concentración, el tema del espionaje en los dos bandos...", sugiere Díaz Yanes. Sánchez-Biosca considera que sería "muy interesante apartarse de los frentes, e incluso de las retaguardias bombardeadas, y analizar los movimientos de la población civil que circulaban según cambiaban esos frentes". Para Matji, lo que el cine español no ha contado bien hasta ahora son las relaciones entre la Iglesia y el Estado franquista. "En mi opinión, la actitud de la Iglesia durante la guerra fue ignominiosa".

Así están las cosas, pues. Demasiados episodios aún por rodar, demasiadas historias en las que rastrear. Durante aquella noche del 25 de julio de 1938, aquellos soldados que remaban silenciosos para cruzar el Ebro tenían miedo. Todavía habrá que esperar, quién sabe cuánto, para ver sus rostros asustados en la gran pantalla.

Javier Cámara y Maribel Verdú, protagonistas de la película <i>Los girasoles ciegos,</i> basada en el libro homónimo de Alberto Méndez.
Javier Cámara y Maribel Verdú, protagonistas de la película Los girasoles ciegos, basada en el libro homónimo de Alberto Méndez.DANIEL SÁNCHEZ ALONSO
Vídeo: ALTA FILMS

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Sobre la firma

José Andrés Rojo
Redactor jefe de Opinión. En 1992 empezó en Babelia, estuvo después al frente de Libros, luego pasó a Cultura. Ha publicado ‘Hotel Madrid’ (FCE, 1988), ‘Vicente Rojo. Retrato de un general republicano’ (Tusquets, 2006; Premio Comillas) y la novela ‘Camino a Trinidad’ (Pre-Textos, 2017). Llevó el blog ‘El rincón del distraído’ entre 2007 y 2014.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_