Rusia vuelve a escena
La crisis georgiana abre un capítulo que exige otra estrategia de Estados Unidos y la UE
La guerra de Osetia del Sur marca una inflexión en las relaciones internacionales de la era pos-soviética, al haber propiciado que una Rusia cada vez más inclinada al autoritarismo vuelva a actuar como gran potencia. La causa de esta nueva situación nada tiene que ver con la exhibición de poder contra Georgia ni con el desenlace de un conflicto que Moscú sabía ganado de antemano, dada la disparidad de fuerzas entre los dos contendientes. Rusia buscaba una gran victoria internacional a partir de un paseo militar, duro y sangriento, por una pequeña república ex soviética, cuya inexplicable iniciativa de atacar Osetia le ha ofrecido la coartada. Más importante que invadir Georgia era para Rusia demostrar que podía hacerlo, colocando de paso a Estados Unidos y a Europa ante la imagen de su propia impotencia.
Puesto que Rusia ha logrado identificar y rentabilizar la transitoria situación de debilidad que atraviesan Estados Unidos y sus aliados por los errores cometidos durante los últimos años, el conflicto osetio debería llevar a una inmediata reflexión que, a diferencia de lo que se ha hecho hasta ahora, ponga los diferentes focos de tensión internacional en un contexto amplio. El enquistamiento de la situación en Irak, las crecientes dificultades en Afganistán o el persistente desafío nuclear iraní no sólo han tenido consecuencias sobre el terreno, sino que han empezado a afectar a un equilibrio mundial que, tras el colapso soviético, se consideraba resuelto. Con la insolente invasión de Georgia, Rusia ha venido a recordar que Estados Unidos y sus aliados no pueden mantener indefinidamente irresueltos esos frentes y, al mismo tiempo, abrir otros nuevos como la independencia de Kosovo o el paraguas nuclear en contra del criterio de Rusia.
Será difícil recomponer una estrategia eficaz frente a la Rusia de Putin, pero, en cualquier caso, convendría evitar tanto la pasividad como el activismo irreflexivo. Una cosa es que Naciones Unidas se encuentre bloqueada para participar en la búsqueda de soluciones por la presencia de Rusia en el Consejo de Seguridad, y otra que guarde silencio sobre los demás aspectos del conflicto, en particular sobre el daño infligido a los civiles por ambos contendientes. El previsible veto a cualquier iniciativa en este terreno sería un coste para Rusia, no para Naciones Unidas y el sistema internacional.
La Unión Europea ha actuado con rapidez, pero da la impresión de haber respondido con fórmulas estereotipadas que no toman en consideración las múltiples dimensiones del problema. No es seguro que el objetivo de arrancar de las partes un alto el fuego justificara aceptar, y hasta cierto punto avalar, unas condiciones que Rusia podía haber impuesto por sí sola. Estas condiciones han colocado a la UE en la posición de defender la integridad territorial de Georgia y, al tiempo, aceptar una discusión internacional sobre Osetia y Abjazia. La disposición a enviar observadores responde, por su parte, a la encomiable voluntad de hacer algo. Pero tal vez resulte prematuro ofrecer medios para una solución cuando todavía no se sabe cuál será y las tropas rusas siguen estacionadas en Georgia.
El presidente Bush parece haber emprendido una escalada verbal que, en último extremo, no logra hacer olvidar su obligada pasividad mientras progresaba la invasión. Del buen hacer diplomático de Estados Unidos, como también de los europeos, dependerá que Rusia reciba los mensajes adecuados para la nueva situación internacional que ha conseguido crear. No es una situación estable ni tranquilizadora. Pero no porque Rusia haya dado un paso de gigante para recuperar su antigua posición de gran potencia, sino porque lo ha hecho valiéndose de unos procedimientos que son la proyección de su preocupante deriva interna.
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