Geesink hace llorar a Japón
El 20 de septiembre de 1964 la llama olímpica llegó a Hiroshima, camino de Tokio, tras pasar por Okinawa. Los simbolismos eran elocuentes. Las palomas aún anidaban en los boquetes de edificios sin reconstruir, restos de la bomba atómica lanzada el 6 de agosto de 1945 desde el B-29 Enola Gay. Diecinueve años después, la delegación de atletas norteamericanos aterrizó en la capital japonesa a bordo de otro Boeing de la compañía Pan American.
Los Juegos de la XVIII Olimpiada suponían la reconciliación definitiva tras las dos grandes guerras. El último relevo de la antorcha lo hizo el joven atleta Yoshinari Sakai, el bebé de Hiroshima, nacido el mismo día que su ciudad se convertía en infierno. El olimpismo viajaba por primera vez a Asia tras la renuncia de Tokio en 1937 a la edición de 1940 al entrar en guerra con China y luego en la Segunda Guerra Mundial.
Para Japón era un reto en su recuperación y lo ganó con su laboriosidad y una inversión de 3.000 millones de dólares. Fueron los Juegos de la amabilidad y, naturalmente, los más grandes en electrónica. Pero el país sufrió una gran decepción deportiva.
En yudo, el deporte nacional que debutaba en el programa olímpico con el voleibol, un gigante holandés de 1,98 metros y 120 kilos de peso hizo llorar a todo el país. Anton Geesink derrotó a Akio Kaminaga en la pelea cumbre y de nada sirvieron los triunfos japoneses en las otras tres categorías. El que después sería silencioso miembro del COI aprovechó un ataque de su rival para llevarle al suelo y le abrazó por el cuello sin escapatoria posible. Los 30 segundos de la inmovilización y su eco fueron los más tristes para Japón desde la guerra. Pero no fue una sorpresa. Geesink era el favorito. Había sido el primer no japonés campeón del mundo y había preparado mucho tiempo su técnica.
La gimnasta soviética Larisa Latynina sumó dos oros más y llegó a los nueve desde 1956, con 18 medallas en total. Don Schollander fue el primer nadador en ganar cuatro oros en unos Juegos, dos individuales y dos en relevos. Pero sólo en estilo libre, en 100 y 400 metros. Aún no se disputaban los 200. La fornida australiana Dawn Fraser, la gran reina de la velocidad, ganó sus terceros 100 libre desde Melbourne.
Con Jesse Owens en las gradas, Bob Hayes, un dignísimo sucesor, igualó en la última pista de atletismo de tierra el récord mundial de Hary en los 100 metros. Era un portento. Logró otro oro en el relevo y fue después una gran estrella en el fútbol-rugby profesional americano.
Hayes parecía verdad. Las hermanas soviéticas Press, en cambio, dejaron todas las dudas. Tamara ganó el lanzamiento de peso, como en Roma, y el disco, en el que había sido plata. Junto a su hermana Irina, se llenó de medallas en los años 60, pero desaparecieron sospechosamente al empezar los controles de sexo.
Abebe Bikila, ya sargento, volvió a ganar el maratón. La misma seriedad, la misma zancada, pero ya con zapatillas y calcetines de marca. Blancos. Se escapó cuando quiso del gran fondista australiano Ron Clarke, gran fiasco en los Juegos, sólo bronce en los espléndidos 10.000 ganados en un enorme ataque final por el indio sioux estadounidense Bill Mills. Bikila mejoró tres minutos su tiempo de Roma y mientras todos llegaban agotados y eran envueltos en mantas, él se puso a hacer estiramientos y ejercicios.
España no ganó medallas y sí se llenó de vergüenza. El boxeador Valentín Loren, tras ser descalificado por agarrar y dar golpes con el guante abierto, le sacudió al árbitro húngaro. Triste récord.
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