Escondidos en Aranjuez
Anoche fui a ver Escondidos en Brujas, una de las mejores películas de la cartelera y uno de los peores títulos posibles para lo que en su original inglés es, simplemente, In Bruges, que traducido fielmente daría el inquietante y sonoro En Brujas. Por cierto: sobre este asunto de la infidelidad en las traducciones de cine no queda más remedio que volver una y otra vez. El 90% de las películas subtituladas habladas en idiomas que conozco tienen errores, y no quiero ni puedo hablar de las dobladas; desde que murió Franco decidí no ver nunca más cine doblado, no recuerdo ahora si para celebrar aquel óbito trascendental o como resultado del mismo. Volvamos a Brujas. Fui a ver la película por tres razones: por la personalidad de su director, por la crítica de Jordi Costa que leí en este periódico y por Ralph Fiennes, que vuelve a hacer, como siempre que actúa en un escenario o ante las cámaras, una creación inolvidable, anunciada aquí primero con la voz, en una sensacional escena telefónica, y confirmada después cuando aparece en la pantalla, luciendo por cierto una estampa física que yo diría inspirada en la de nuestro Eusebio Poncela último. No me extrañaría nada que Fiennes, uno de los actores más inteligentes y estudiosos que he conocido en mi vida, hubiese un día captado en la parabólica las imágenes de alguna de las extraordinarias interpretaciones recientes del Poncela más afilado y sinuoso, decidiendo copiarlas, del mismo modo que el asesino serbio Radovan Karadzic mimetizó para crear su nueva persona incógnita a un curandero con moño.
La película es la ópera prima de Martin McDonagh, un dramaturgo irlandés muy interesante y muy, a mi juicio, sobrevalorado; de él he leído un par de comedias y recuerdo un minucioso montaje español de su pieza costumbrista La reina de la belleza de Leenane, estupendamente interpretado y creo que firmado por Mario Gas. La trama de En Brujas es mucho más rica, y nadie se esconde, por cierto, sino todo lo contrario, en la ciudad belga, haciendo doblemente superfluo el título castellano. Hay algo mametiano en la figura filosófica de los tres matones, y algo shakesperiano en el excelente final de exterminio gore en la plaza central brujense. No son malos influjos, como se ve, si bien McDonagh se enreda un poco en la subtrama del enano y el rodaje dentro de la película, una exigencia de guión muy elocuente al final pero tal vez demasiado hinchada.
Ahora bien, como de lo que realmente trata la película es de la confluencia entre el turismo y el crimen, al salir de verla me puse a filmar en mi cabeza un equivalente cercano y factible: Escondidos en Aranjuez, por ejemplo, que también podría ser In Toledo, In Ávila o In Alcalá de Henares. Qué poco se utilizan esos excepcionales platós naturales en nuestro cine, y qué gran resultado darían por Zocodover, al pie de las murallas abulenses o en el bellísimo trazado clásico de Alcalá unos asesinos a sueldo contemporáneos (quiero decir, sin capa ni espada) visitando durante el día los monumentos y por la noche esperando a Godot en una pensión modesta; el malhablado y grasoso personaje que interpreta Fiennes tiene, en efecto, algo de Godot, pero tampoco eso es lo central. ¿Por qué las ciudades muertas nos dan tan malos pensamientos?
Una vez estuve en Brujas, sólo una vez, y casi me abro las venas, sin ánimo de salpicar con mi sangre derramada a los demás turistas. Brujas, como Aranjuez, como Mafra, como tantas otras pequeñas ciudades-museo, tienen, además de edificios góticos, fachadas barrocas o cuadros de los maestros antiguos, habitantes, gente como usted y como yo, que no albergan ninguna mala intención ni asesinarían por nada del mundo, ni siquiera por dinero, ni siquiera a un cura untuoso, como lo hace Colin Farrell en la película de McDonagh. Durante el día, esas ciudades-boutique del mejor arte nos entretienen, nos cansan dulcemente, nos llevan al pasado, dejándonos a veces vagar por un salón rococó o el recoveco vegetal de un jardín neoclásico (otro patinazo de la traducción de Escondidos en Brujas: poner en boca del sugestivo personaje del vendedor de armas "entramados" cuando él en inglés dice "alcoves", es decir, hornacinas o recovecos). Cae la noche, y todo se hace algo siniestro.
Venecia es la ciudad muerta más bella del mundo, quizá junto a Fatehpur Sikri, la nunca habitada capital del imperio mongol de Akbar, situada, aún en perfecto estado, a pocos kilómetros del Taj Mahal. Como Venecia, Fatehpur Sikri tiene una fatalidad ligada al agua; en el caso indio fue la carencia más que el exceso lo que la condenó a la fantasmagoría. Los canales y las crecidas de Venecia: qué fuente de literatura. Eduardo Mendoza les sacó un gran partido mefítico en La isla inaudita; no hay que olvidar a Henry James o a Donna Leon. Brujas-la muerta. Así se llamaba el relato del simbolista belga Rodenbach, y los canales brujenses tan presentes en el filme de McDonagh fueron de nuevo escenario de pulsiones malsanas en otra magnífica novela, La estrella de la guarda, del británico Hollinghurst. Lástima que Aranjuez sólo tenga río.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.