El pico de las viudas
Me gustaría que este artículo se convirtiera en un homenaje muy personal a ese estado -legal y del alma-, la viudez, que pienso habita en el interior de las mujeres desde siempre -como un amargo don latente- y que tan raramente reconozco en los hombres, aunque confieso que he conocido viudos que casi parecían viudas, y ese mérito debo admitírselo. Aunque han sido pocos y, en cualquier caso, más adelante les dedicaré unas líneas con los vítores de rigor.
Lo que quiero significar es que no resulta difícil suponer la viudez en cualquier mujer que se nos ponga por delante, cualquiera que sea su edad, incluso en mí misma. Será por imperativos de esa longevidad que nos es adjudicada a priori. Pues resulta una afirmación poco discutida, y seguramente poco discutible, que el sexo femenino vive más que el otro. De vez en cuando, esas estadísticas saltan a las más o menos fiables secciones de la información, igual que lo hacen las últimas noticias sobre peso y tamaño de los cerebros comparados, o lo bien que sienta (o todo lo contrario) una maternidad tardía (o todo lo contrario) para prevenir el cáncer. Supongo que nos quedamos viudas a fuerza de viejas igual que no nos quedamos calvas. O porque estamos más apañadas para vivir solas y esa facultad, a la larga, ha ido desarrollando una suerte de personalidad viudística.
La capacidad de resistencia física y moral que, al parecer, nos adorna -y que también puede ser esgrimida, y muchas veces así es, en contra nuestra- puede que no haga de nosotras seres superiores, pero sí más añosos: y más sabios. Lo cual, como no dudará en afirmar cualquiera que haya entrado ya en la larga pero final recta del asunto, es una especie de premio de consolación o de justicia poética a cuenta de la plenitud que se nos escamoteó en otros tramos de esa misma vida.
Ser más sabia cuando se es más vieja no quiere forzosamente decir que vayamos por ello a derramarnos en hazañas sensatas, sino, precisamente, que estamos en entregarse con furor a las insensateces.
De modo que, rendida la obligada cortesía a los hombres viudos repentinos que no se consolaron de inmediato con una jovencita, o a los viudos que padecieron la larga agonía de su amor y después no hicieron otra cosa que revivirla en poemas Bueno, y a algún que otro viudo literario o pop que habrá en alguna parte, algún Kodama u Ono Y, desde luego, con todo el respeto debido a los Ortega Cano y Antonio Morales -por no citar a aquel gran viudo, que en paz descanse, El Pescaílla-, he de decir que la viudez es una palabra que, en género y en esencia, pertenece a las mujeres.
Creo que la viudez es un estado de enajenación que las mujeres llevamos con gran estilo. En la desesperación y el dolor, en la brava ira con que algunas se quedan desnortadas por la pérdida y, pese a todo, en pie y con mala leche: he ahí una mujer-mujer, hay que decirse. De cuerpo entero.
Y en el reflorecimiento que muchas experimentan cuando, al final de una prolongada historia de camino compartido, el más masculino de los dos paseantes desaparece al pasar un recodo En esa repentina recuperación de fuerzas que despliega el cónyuge que se queda solo, en ese disfrutar de la vida que se da, para asombro de muchos, ahí se expresa, también, el coraje de seguir, la entereza de luchar.
Escribo todo esto porque hace muy poco ha muerto una mujer que me es muy querida y de la que, sin por ello desdeñar lo más mínimo a su marido, a quien ella amaba mucho, siempre pensé que sabría disfrutar de la existencia incluso si se quedaba viuda. Es difícil verbalizar algo así, como si fuera un deseo inconfesable y contranatural -un incesto zoofílico, por ejemplo- pero, por mal que socialmente parezca mi actitud, creo que hay mujeres, y ésta a quien yo quiero era una de ellas, que habrían sido grandes, grandes viudas. No haber podido gozar de su forma de enfrentar la viudez me produce una impresión de estafa bastante dolorosa, que se añade al desastre de su ausencia.
Pero piensen en la sonrisa de la Mona Lisa o la serenidad de la Esfinge. Eran viudas.
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