Una ilusión musical que comenzó en la plaza de la Trinidad
El Jazzaldia cumple 43 ediciones gozando de plena salud, aunque este año no puede disponer de su emplazamiento más representativo
Amparado bajo la sombra de Juan Sebastian Bach, según reconoce en un reciente artículo uno de los promotores del evento, Imanol Olaizola, el Festival de Jazz de San Sebastián arrancó en aquel 1962 con el respaldo del padre de la música occidental contemporánea. Así que no extraña que, 42 años más tarde, la criatura goce de buena de salud, como confirma su actual director, Miguel Martín: "Si partimos del actual diseño de nuestra programación, hay Jazzaldia para rato, por encima de las quejas por el exceso de convocatorias veraniegas".
El certamen nació en una época que demandaba libertades
El inicio fue modesto, con un concurso de grupos de aficionados
El certamen se consolida en 1975, con Dizzy Gillespie y Ella Fitzgerald
Barbieri se presentó en el Velódromo diciendo "buenas noches, Barcelona"
Olaizola, veterano en la actividad cultural donostiarra, recuerda cómo, en su afán melómano, se encontró con la relación entre el jazz y la música clásica, entre Bach y Count Basie. Colaboraba con el Centro de Atracción y Turismo donostiarra, que buscaba nuevas iniciativas para impulsar una ciudad que quería salir del ostracismo franquista. "Así que no es de extrañar que, cuando en mayo de 1964 asistí en la Salle Pleyel de París, repleta de jóvenes, a un inolvidable concierto de Count Basie y su Big Band, auténtico derroche de jazz de la máxima calidad, me faltara tiempo para intentar organizar en San Sebastián un Festival de Jazz, por supuesto internacional", rememora Olaizola en el citado artículo para Eusko Ikaskuntza. Nacía de este modo el primer festival de jazz de España.
Y lo hacía desde el primer día, en un escenario que, lamentablemente, no está presente en la programación de 2008: la plaza de la Trinidad, joya arquitectónica proyectada por Luis Peña Ganchegui en 1961. El comienzo del Festival fue modesto, con una sesión dedicada a un concurso de grupos aficionados y otra a músicos profesionales. Fue suficiente para echar a andar con dignidad y para comprobar que existía un interés por esta música. En esa histórica primera sesión en la Plaza de la Trinidad, hubo una demostración de txalaparta, instrumento que se encontraba a punto de desaparecer, pero que tomó carta de naturaleza con aquel concierto. Mickey Baker fue la figura profesional. Tocó junto a Dany Doritz, Charles Roy y Jean Muset.
En aquellos tiempos en los que en España se respiraba con dificultad, a pesar del aperturismo que presuntamente había llegado al régimen del general Franco, la cita donostiarra provocaba rotundos comentarios en la prensa local que, vistos desde hoy, producen hasta sonrojo. Los suecos de Lunds Jazzkapell tocaron su jazz tradicional desde el remolque de una furgoneta, lo que provocó un gran revuelo. "La avenida estaba completamente revuelta al paso de los muchachos. Las jovencitas salían de las cafeterías entre mil comentarios", recuerda una crónica de entonces.
Poco a poco, con la llegada del espíritu revolucionario de Mayo del 68, el festival emprende vuelo. La prensa destacaba el ambiente alegre de la plaza de la Trinidad: "mucha juventud con las garrafas de vino y el bocadillo de jamón". Algunos preferían no pagar y escuchar los conciertos desde las laderas del monte Urgull. Las sesiones de profesionales tuvieron un predominio del blues, con John Lee Hooker, uno de los gigantes de ese estilo, y Eddie Taylor Blues Band.
Comienzan a surgir las anécdotas en un festival que ya ha tomado un carácter internacional. Los responsables del certamen tenían que multiplicarse para atender a tanto invitado y resolver algunos percances, como aquella banda que tenía que tocar en el barrio de Zubieta, cercano a San Sebastián, y apareció en el pueblo navarro del mismo nombre, o la hospitalización de un músico polaco al que le picó una víbora cuando daba un paseo por el monte.
Todos acudían encantados a San Sebastián, con el fin de disfrutar de un ambiente festivo que pronto encontró su primer inconveniente con la imposición de la 'ley seca', en 1971, que acabó con el trasiego de garrafas de vino en la plaza de la Trinidad. Comenzaba la profesionalización sincera de un certamen que superó en 1974 su reválida internacional con la presentacióon de Charles Mingus, que llegó con tal expectación que su concierto tuvo que programarse en el polideportivo de Anoeta. La organización comenzó a vislumbrar entonces la posibilidad de organizar las actuaciones potentes en el Velódromo, con capacidad hasta para 14.000 personas. Por cierto, Mingus ofreció un recital extraordinario y eso que no dispuso de su propio contrabajo, sino de uno prestado.
El evento, para entonces, ya había tomado forma. En su décimo aniversario, en 1975, San Sebastián recibe a Oscar Peterson, Ella Fitzgerald y Dizzy Gillespie, triunvirato de lujo que confirma la capacidad de convocatoria del certamen. En 1981, Corea consiguió que 14.0000 personas completaran el aforo del Velódromo.
El Jazzaldia se había consolidado. "Es que el Festival de Jazz empezó en un contexto social completamente distinto del actual. Allá a principios de los sesenta, organizar un evento que no participase de las corrientes toleradas por el régimen era algo más que extravagante; tenía su punto de riesgo", recuerda el actual director, Miguel Martín. "Se convirtió en una vía de escape para la gente que estaba hasta el gorro de una cultura impuesta", añade.
Martín era un adolescente cuando arrancó el certamen, centrado en un concurso de grupos de aficionados. Una propuesta inocua, en principio. "En ese sentido, el jazz, que tenía un valor cultural reconocido, en aquel momento asumió un papel social subversivo". A partir de ese momento, San Sebastián construye un festival que es algo más que un programa de varios conciertos durante un número reducido de días; se convierte en el macroevento del país. Miles de personas acuden en busca de algo más que música.
Miguel Martín se incorpora a la dirección en el difícil año de 1978, acompañado de las huelgas y manifestaciones que recorrían el País Vasco, después de los incidentes de los Sanfermines de Pamplona. El Jazzaldia, efectivamente, se presenta como algo más que un acontecimiento local: convoca a gente del resto de España y Francia. Se estrena con Sonny Rollins; en 1979 llega B. B. King, y 1980 es redondo: Duke Ellington, Dizzy Gillespie, Art Blakey y Gato Barbieri. Con este programa, la primera anécdota sonada del evento. "Los artistas siempre llegan con sus exigencias, es lógico. La vida en temporada de gira es muy intensa, con vuelos a deshoras, poco descanso. Pero lo de Gato Barbieri fue tremendo. 12.000 espectadores en el Velódromo de Anoeta, esperando durante dos horas la salida del trompetista argentino que apareció en el escenario tambaleándose y gritando "buenas noches, Barcelona".
Desde entonces, Miguel Martín y su equipo procuran aconsejar a los músicos sobre los efectos del alcohol antes de un concierto. Cassandra Wilson, hace unos años, pidió flores amarillas para su camerino, pero también una marca concreta de ron. "Por lo visto, este grupo brinda siempre antes de salir al escenario con ese ron porque tiene para ellos algún tipo de valor sentimental; fue imposible denegarles su petición".
El éxito del Jazzaldia se debe situar en la visión práctica que Miguel Martín y su equipo han imprimido a esta convocatoria marcada por su historia. "No nos engañemos, el jazz es minoritario. Nuestra visión del Festival es la siguiente: entendemos que en toda España hay una gran cantidad de festivales que convocan a muchos asistentes. Si queremos competir tenemos que abrirnos a otros géneros".
Y luego están las competencias externa e interna. "No voy a negar que hay una competencia con los otros festivales vascos, pero es lo que menos me preocupa. Me inquieta la comparación con los otros eventos que se celebran en verano en San Sebastián, la Quincena Musical y el Festival de Cine", aclara.
"San Sebastián es muy exigente", confirma Miguel Martín, director del Jazzaldia, desde su experiencia como director del certamen desde 1978, pero también a partir de su colaboración con la Quincena donostiarra. "Con nuestro tamaño, ésta es una de las ciudades que más actividad cultural tiene. La constancia en la actitud de la gente hace que pervivan con muy buena salud todos los festivales".
A lo largo de este tiempo, Martín considera que, si se intenta, es posible formar un público interesado por la música. "En estos momentos, trabajo también en la programación musical de todo el año en la ciudad; y tenemos un público aficionado al jazz, pero también a expresiones musicales minoritarias".
Miguel Martín no tiene inconveniente en recordar su relación con los músicos que ha tratado en estas casi tres décadas de trabajo. "Voy a empezar por los sencillos y amables: B.B. King, el más profesional de todo el mundo de la música, y Herbie Hancock. Entre los raros, se encuentran claramente Keith Jarrett y Van Morrison. Ahora bien, quizás dan más trabajo y a veces son más insoportables sus técnicos o managers".
Y un recuerdo aciago. "Nunca se me olvidará aquella noche en la terraza del Ayuntamiento, cuando tocaban Chano Domínguez y Jorge Pardo. Diluviaba, pero no habíamos cubierto el escenario, confiados en las predicciones meteorológicas. Aguantaron como jabatos durante casi una hora. Luego los retiramos y los escurrimos. Eso sí, el piano que tocó Domínguez quedó para retirarlo".
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