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Reportaje:PERSONAJE

Liza, pura sangre del cabaret

La escenografía es prácticamente inexistente. Los focos, contados. Un telón móvil al fondo del escenario que sube para dejar paso a la diva. Y poco más. Nada de mastodónticos montajes. Nada de plataformas, efectos de luz, pantallas gigantes de vídeo. Nada de artificio. No hace falta, ¿para qué? Quien está encima de las tablas se llama Liza Minnelli, y con eso basta y sobra. En la entrada del London Coliseum, el mayor teatro de la capital británica, fuman matrimonios de mediana edad, señoras con abrigos de visón pese a ser 27 de mayo, parejas de hombres barbudos y fornidos, jovencitos vestidos de lamé dorado o con la estética de los grupos musicales que la comunidad gay ha tomado prestados como iconos. También fuma un hombre en chándal. El negocio no le ha salido tan redondo como esperaba. Vende papeles al mismo precio que tienen impreso: 95 libras (120 euros). Es el tercer concierto consecutivo, y la sede de la English National Opera, con sus 2.358 asientos, se las trae. Pero a la hija de Judy Garland y Vincente Minnelli hace 20 años que no la baña la luz de un cañón blanco en un teatro del Reino Unido. Cuando se apaga la música del estadounidense James Taylor (la maestra de ceremonias ha elegido uno de sus discos como ambientación antes del concierto) y bajan las luces de la sala, todas las butacas están desocupadas. Londres se ha puesto en pie ante la gigante de Broadway. Incluido el mago del musical Andrew Lloyd Webber, en la primera fila. El lleno es indiscutible. Ha empezado el show.

Vincente Minnelli está en el escenario, cerca de su hija. Le habla al oído y la roza. Al menos eso es lo que ella confiesa en la habitación de un lujosísimo hotel londinense 45 horas después de que se hayan apagado las candilejas. "Sé que está ahí arriba conmigo, bajo las luces, cada noche que actúo, puedo verle y tocarle. Él me dio los mejores consejos como cantante y mucho más". Si el director de Un americano en París, Brigadoon, Gigi y Meet me in St. Louis le robó el nombre a su padre (realmente se llamaba Lester Anthony), Liza se apoderó y se hizo dueña del cariño y la devoción del suyo. "Estaba locamente enamorada de mi padre. Él creó para mí un mundo lleno de imaginación. Él me presentó eso que llaman posibilidades. Él me enseñó que todo es posible. Él me convenció de que podía hacer cualquier cosa si pensaba en ella. Era el hombre más amable que he conocido. En los rodajes era un torbellino, pero en casa se convertía en una persona silenciosa. Eso sí, divertido. Recuerdo que una vez en Las Vegas, entre bambalinas de un espectáculo, estaba justo a mi lado. Entonces entró una mujer muy gruesa y gritona con un fortísimo acento ruso. 'Soy una prrrrrimadonna de la danza, soy una bailarrrrrrina excepcional. Ahorrrrrra quierrrrrrro que usted me convierrrrrta en una grrrrrran cantante'. Mi padre miró por encima de mi hombro y solamente me dijo: 'Cielos, creo que he olvidado mi balalaica en el camión". "¡En el camión!", repite histriónica, divertida, entre carcajadas, para dar énfasis al chiste. "Lo recuerdo siempre como una persona calmada. Nunca se enfadaba conmigo. Sólo una vez porque llegué tarde a casa. Ésa fue la única vez".

Puede que sea por la presencia del espectro en el escenario o tal vez por un secreto y novedoso efecto de iluminación, pero desde un palco a menos de 15 metros de la artista, rodeando su cabellera -todavía idéntica a la de esa Sally del Cabaret que le dio un Oscar en 1973-, puede verse claramente un aura brillante. ¿Cómo es posible que una mujer de 62 años que ha sufrido dos operaciones de cadera y tres de rodilla, que estuvo a punto de morir por una encefalitis vírica, que ha admitido sus excesos con las drogas y el alcohol, resplandezca de esa manera? "Lo que yo trato de hacer es un espectáculo de primera línea en el que el artista está prácticamente solo con el público y con la música, y me parece que ése es parte del secreto. Así se consigue un impacto tan fuerte y directo en el público. Has de enfrentarte a cada actuación como si fuera la primera y la última. Cuando canto New York, New York lo hago como si nunca más fuera a interpretarla. Y lo digo muy en serio. No estoy diciendo ninguna tontería ni otro tópico más. Me gusta muchísimo lo que hago. Y no sólo eso: cuando la canto vuelvo a ser esa chica que quiere conseguir la ciudad… Esa canción no habla de estar en Manhattan, sino de conseguir Nueva York".

Es entonces cuando regresa su obsesión y su amor a esa habitación del hotel Mandarin Oriental entre cigarrillos y un combinado de whisky que probablemente le ayuden a mantener conversaciones con desconocidos que no tendrían lugar de no ser ella una profesional del espectáculo desde que tenía tres años. "Puede que sea también porque mi padre era director de escena. Por sus enseñanzas… Por su forma de ser… ¿Te he contado lo de los vestidos?... Mis padres se separaron. Yo me quedé con mi madre. Pese a haberse divorciado, vivían a dos manzanas de distancia el uno del otro. Yo por esa época debía de tener cinco años. Un día fui a visitar a mi padre; estaba aburrida en el jardín y me preguntó: 'Liza, ¿qué quieres hacer?'. Yo, con voz aburrida, le contesté lo típico de los niños, un 'no sé'. Entonces cambió la pregunta: 'Liza, ¿qué te gustaría ser hoy?'. Y le contesté: una bailarina española. Me subió al coche y me llevó a un drugstore cerca de casa, y pidió papel charol y de seda. Me dejó elegir los colores que más me gustaban. Al llegar a casa nos tumbamos en el suelo y él confeccionó un precioso vestido de papel charol y de seda que iba fijando con clips a mi cuerpo. 'Ahora, ¿qué es lo que hacen las bailarinas españolas, Liza?'. Y yo le contesté: 'Bailar'. Entonces se levantó, puso música en un tocadiscos, se repantigó en un sillón, encendió un cigarro y literalmente estuvo mirándome durante una hora y media mientras yo bailaba. Echo mucho de menos a mi padre, pero está conmigo todo el tiempo, es una presencia constante. Él me regaló mis sueños. Y eso es un obsequio enorme".

El 22 de junio de 1969 hubo un tornado en Kansas. A veces, la naturaleza se empeña en contar historias. Ese mismo día, en el barrio londinense de Chelsea, Dorothy Gale, la chica que anduvo sobre el camino de baldosas amarillas en busca del Reino de Oz, dejó de respirar. Judy Garland moría tras ingerir accidentalmente demasiados barbitúricos. Ese día de vientos huracanados, Garland le dijo por última vez a su perro Toto que tenía la sensación de no estar ya en Kansas, la célebre frase de la película que la comunidad gay estadounidense ha hecho suya. La madre de Liza Minnelli declaró una vez: "Siempre supe que mi hija se dedicaría al espectáculo, había que ver las patadas que daba cuando estaba embarazada de ella". Cuentan los cronistas que fue precisamente el showbusiness lo que acabó con ella. Se volvió adicta a las anfetaminas que le proporcionaban los estudios de cine para que aguantara sesiones maratonianas de trabajo y controlara una tendencia al sobrepeso preocupante para el objetivo de una cámara. No dormía, así que fue cuestión de tiempo que descubriera el Seconal, lo que la mató.

"Ese día recibí una llamada de teléfono. Era mi madrina, Kay Thomsom. Me dijo: 'Ella vivió la vida más maravillosa e hizo siempre lo que quiso", recuerda Liza con voz susurrante.

Vivió el drama de las adicciones de su madre desde muy pequeña. Eso no impidió que ella misma tuviera que ser internada en la clínica Betty Ford a los 35 años para desintoxicarse de sus abusos con la cocaína y el alcohol. "Fue una época maravillosa. Recuerdo que mi sastre, uno de mis mejores amigos de Manhattan, no hacía fiestas en su casa porque, si no, nadie terminaba de marcharse y al día siguiente aún seguían allí. Organizó una cena para el cumpleaños de Bianca Jagger, y cuando terminamos de comer y dieron exactamente las diez y media gritó: '¡Vamos, todo el mundo al Estudio 54!'. Así que cogimos los coches y allí nos presentamos. Fue una de las primeras veces que acudí". Allí estaba rodeada de genios que vivían como si el mundo se fuera a acabar al día siguiente. Llena de excesos.

"Ahora estoy muy lejos de toda esa historia de las drogas. Ya no quiero saber qué drogas son las que se consumen, no me importan. Mira, sólo hay dos caminos: o te curas, o te asesinan. No hay más. Y más ahora. Sólo tienes que ver las noticias. Ahora la gente se mete unas drogas que son tan devastadoras, tan nocivas para el cerebro… Metaanfetaminas y todas esas cosas. Ocurre por todas partes. Cuando escucho que los ochenta ya se han ido, con todo eso de la vida sana tan de moda, mi respuesta es: ¡no! Los ochenta no se han ido del todo. Yo estoy curada, me encanta mi vida y no quiero joderla". ¿Y el alcohol? "Soy una profesional, mírame. Nadie puede decirme ni una sola palabra después de ver mi show. Del resto, mi vida es mía. Además, yo hago chistes sobre las píldoras y el alcohol porque puedo. Yo sobreviví".

De aquel desenfreno confiesa que le ha quedado, al menos, una secuela: los ataques de pánico. "¿Sabes lo que tengo que hacer cuando tengo uno de esos ataques? He de levantarme inmediatamente y bailar. Salto del asiento y bailo para atraparlo antes de que me atrape él a mí. Supongo que tiene que ver con el hecho de que, cuando sufro uno, el corazón me late a una velocidad desorbitada, como cuando terminas de bailar. Ya sabes, como en casi todo, la cuestión es saber engañarlo". Engaño, la materia prima sobre un escenario. Eso sí, sólo unos pocos logran engañar al engaño. Como Liza.

Liza Minnelli actuará el próximo domingo 27 de julio

en el Festival de Jazz de San Sebastián.

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