Los años retratados
Tuve noticia de las hermanas Brown hace unos meses, gracias a un sugestivo artículo de Manuel Rodríguez Rivero en este mismo diario. Como explicaba él allí, la exposición y libro titulados The Brown Sisters. Thirty-Three Years consisten en las treinta y tres fotografías de grupo que, hasta la fecha, el marido de una de ellas y cuñado de las otras tres, el fotógrafo Nicholas Nixon, les ha ido haciendo entre 1975 y 2007, y que ahora he podido ver en la edición española que acaban de publicar el MoMA y la Fundación Mapfre. En la primera fecha mencionada, la hermana Bebe, primogénita y mujer de Nixon, tenía veinticinco años, Heather veintitrés, Laurie veintiuno y Mimi quince. En todas las imágenes aparecen las cuatro en el mismo orden: de izquierda a derecha, Heather, Mimi, Bebe y Laurie, de tal manera que, a medida que uno va pasando páginas, ve con facilidad los cambios habidos en cada una. No se da ninguna información adicional sobre sus vidas, aunque en alguna que otra instantánea un par de ellas parecen embarazadas, por lo que uno puede deducir que han tenido descendencia y que probablemente se han casado. Lo que más llama la atención -a mí por lo menos- es lo que todos sabemos pero no somos capaces de percibir en nosotros y a duras penas en quienes tenemos muy cerca: los mayores cambios se producen de un año a otro. Quiero decir que las hermanas Brown se asemejan mucho a sí mismas durante varios, y de pronto, en 1978, Heather ha "aprendido" a mirar a la cámara y se ha hecho plenamente adulta; en 1980 es Mimi la que ha variado su mirada y ahora se la ve mucho más segura de sí que en todas las ocasiones anteriores; en 1983 vuelve a ser Heather la que ha sufrido alteración, y de repente se anuncia a sí misma cuando sea una mujer, si no vieja, sí mayor; en 1985 es Bebe la que prefigura lo mismo, en su estilo; y quizá la que menos va cambiando, Laurie, aparece endurecida -y por tanto indefectiblemente añosa- en 1993, y para ella ya no habrá vuelta de hoja; en una o dos fotos he tenido la sensación de que para entonces Heather y Bebe debían de ser abuelas. Pero todo son conjeturas, y la secuencia resulta interesantísima, por no conceder lo que diría casi todo el mundo, con abuso de la palabra: fascinante.
Sí, no cambiamos apenas en cinco o incluso diez años y de pronto, en uno solo, nos hemos convertido en alguien distinto, en alguien de otra edad o con otra mirada ya irreversible. Todos conocemos la extrañeza de que un día nos llame de usted alguien, en contra de lo acostumbrado, o "señor" o "señora" (bueno, esto último nunca me lo han llamado, por suerte). A veces sabemos qué nos ha ocurrido en ese año, pero es más frecuente que lo ignoremos. Sí, yo estoy seguro de que mis primeras canas en las sienes me salieron en 1982, cuando una joven americana un poco fanática creyó -o eso dijo- haberse quedado embarazada, y durante mes y pico -entonces no había, o se usaba menos, lo que creo que se llamaba predictor- me tuvo en vilo, haciéndome yo a la idea de que tendría que emigrar a Massachusetts con una familia improvisada, o bien quedarme aquí con un niño -ella hablaba de darlo en adopción, lo cual me espeluznaba-, o bien recibir de vez en cuando a un crío yanqui con permanente gorra de baseball en la cabeza, y el resto del tiempo seguir su vida a distancia. Por fortuna no me han salido muchas más canas desde entonces y todo quedó en una falsa alarma, acaso doblemente falsa.
Uno se conforma, supongo, con no resultar irreconocible al cabo del tiempo, porque hay personas que de un año a otro cambian tanto que de pronto no parecen ellas. Por mencionar a gente que hemos visto todos, un James Stewart o un Gregory Peck o un Charlton Heston ancianos seguían siendo, indudablemente, Stewart y Peck y Heston, no se habían convertido en "otros", en versiones inverosímiles de sí mismos, como sí les ha ocurrido a Tony Curtis o a Robert De Niro desde que se cree gracioso, o le ocurrió a David Hemmings, el protagonista de la famosa Blow-Up, al que no logré identificar en Gangs of New York hasta que al final apareció el reparto, y me quedé estupefacto. Resultar o no reconocible al cabo de muchos años, ser todavía uno mismo a los ojos de los demás (ajado o envejecido, sí, pero aún creíble), depende de muchos factores: de la salud, de cómo le haya ido a uno, de su grado de contento, de los genes, de sufrir o no grandes transformaciones -una calvicie súbita y drástica, una gordura irrefrenable, un adelgazamiento dramático-, de lo que haya visto, de lo que haya pensado, del carácter. Pero creo que en gran medida depende de una cierta lealtad a su trayectoria. Y una de las deslealtades mayores, me temo, es la que prevalece hoy, con tanta cirugía estética y tantas inyecciones e injertos. Cuando uno los detecta, siente un desinterés casi inmediato: no son sólo esas caras anómalas y torcidas, esas bocas infladas y esos pómulos a lo Popeye; es, sobre todo, la sensación de escamoteo, de que a uno lo están privando de saber cómo sería de verdad una persona -posiblemente más atractiva- si hubiera permitido que se reflejara en su rostro un poco más de su historia, como esas cuatro hermanas Brown, de las que no se nos cuenta nada, pero cuyos retratos anuales nos dicen tanto, o nos invitan a figurárnoslo.
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