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Columna
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Nosotros, el pueblo

Así comienza el preámbulo de la Constitución escrita más antigua del mundo, la americana, aprobada en marzo de 1787 en Filadelfia y en vigor desde 1789, tras su ratificación por los 13 Estados fundadores de la Unión. We, the people of the United States... "Nosotros, el pueblo de los Estados Unidos, con el fin de formar una unión más perfecta, establecer la justicia, asegurar la tranquilidad interior, proporcionar la defensa común, promover el bienestar general y asegurar las bendiciones de la libertad para nosotros y la posteridad, promulgamos y establecemos esta Constitución para los Estados Unidos de América". Un preámbulo claro y sencillo, fácil de comprender por todos, como el resto de los siete artículos y las 27 enmiendas que componen la Carta Magna estadounidense. Nada comparable al farragoso proyecto de Constitución europea, definitivamente enterrado por el no de los ciudadanos holandeses y franceses, y a su ininteligible sucesor, el Tratado de Lisboa, al que los votantes irlandeses dieron el pasado 12 de junio lo que muchos consideran el tiro de gracia al sucedáneo preparado para meter de matute, con nocturnidad y alevosía, vía ratificación parlamentaria, el 95% de la primitiva Constitución rechazada hace dos años.

El 'no' irlandés al Tratado de Lisboa constituye un triunfo de la democracia sobre la burocracia

Cuentan que, en una ocasión, el ensayista catalán Eugeni D'Ors, uno de los intelectuales españoles más importantes del siglo XX, hoy injustamente olvidado por el nacionalista excluyente imperante, preguntó a su secretaria si había comprendido el artículo que acaba de dictarle. Al contestar ella afirmativamente, D'Ors se apresuró a contestar: "Pues, oscurezcámoslo". Pues eso es, precisamente, lo que hacen políticos y expertos con los sucesivos tratados que jalonan la construcción europea, especialmente desde Maastricht: oscurecerlos. Tienen miedo al veredicto del pueblo. Y, además, lo reconocen. Más de un ministro de los seis países del núcleo fundacional de la Unión reconoce que si Lisboa hubiera sido sometido a referéndum popular, el rechazo estaba garantizado. Y, para mayor inri en el caso de Irlanda, el nuevo primer ministro, Brian Cowen, y el comisario irlandés de la Comisión, Charlie McCreevy, cometieron el error de reconocer públicamente que no se habían leído el tratado de "la aaa a la zzz". Se quiera o no reconocer la negativa irlandesa a ratificar el Tratado de Lisboa constituye un triunfo de la democracia sobre una burocracia generalmente ajena y lejana de los pueblos. Resulta verdaderamente escandaloso el paternalismo y, en muchos casos, la ignominia de algunos que pretenden disfrazar su fracaso como líderes políticos acusando a Irlanda de boicotear la construcción europea cuando son ellos los que no se atreven a promover una consulta directa a sus ciudadanos. Bertolt Brecht ironizaba sobre situaciones parecidas cuando escribía: "Como el pueblo ha perdido la confianza del Gobierno, el Gobierno ha decidido cambiar al pueblo y nombrar uno nuevo". Irlanda no podía esquivar el referéndum, como la República Checa no puede evitar la decisión de su Tribunal Constitucional, porque cualquier tratado que suponga una cesión de soberanía debe ser sometido a consulta popular de acuerdo con la norma constitucional irlandesa. Los irlandeses, que se declaran ardientes europeístas, han dicho no al Tratado de Lisboa simplemente porque no entienden un documento de 300 páginas, que nadie les ha explicado convincentemente y en las que no se abordan los problemas que preocupan a los irlandeses, su tradicional neutralidad, la pérdida de su único comisario en Bruselas, los temas del aborto y la eutanasia y la disolución de la influencia irlandesa en una Europa de 27 miembros. Todo esto en medio de una crisis económica provocada por el pinchazo de la burbuja inmobiliaria, la aceleración de la inflación y el aumento del desempleo. (¿Les suenan los síntomas?).

Lo que no es de recibo es que los líderes europeos sólo consideren democráticos los resultados de los referendos afirmativos, como en el caso de los celebrados en España y Luxemburgo, y rechacen los negativos, caso de Irlanda, ahora, y Dinamarca, Francia y Holanda, antes. Como escribía el pasado viernes en estas páginas mi viejo amigo y gran jurista Miguel Herrero de Miñón, "en una Europa, felizmente democrática, son los pueblos quienes, en último término, imponen su voluntad a los Estados, [son] los verdaderos señores de la Unión fuera de los cuales no hay democracia, es decir, gobierno de las mayorías, respeto de las minorías y solidaridad social".

Desde 1781 hasta 1a aprobación de la Constitución definitiva seis años después, Estados Unidos estuvo regido por los llamados Artículos de la Confederación, que, como norma, constituyeron un sonoro fracaso. "Sombra sin sustancia", como los definió el presidente Washington. Europa necesita una convención constituyente, una Filadelfia. Sólo le falta encontrar a los Jefferson, Hamiltons, Madisons and Jays para redactar el documento.

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