El desamor de Israel
"Ni un solo francés estará seguro mientras un solo judío, en Francia y en el mundo entero, pueda temer por su vida". Éstas podrían ser perfectamente palabras de Nicolas Sarkozy, en su discurso ante la Kneset, el Parlamento del Estado de Israel el pasado lunes, el segundo que pronuncia un presidente francés a invitación del órgano de la soberanía popular israelí en toda su historia. Hace 26 años, otro presidente, éste de izquierdas, François Mitterrand, pronunció un discurso similar, igualmente cargado de referencias históricas, de amor hacia Israel y de exigentes invitaciones a emprender el camino de la paz. Entonces como ahora una declaración de amor es una prenda de seguridad para quien se siente amenazado, sobre todo si quien la proclama tiene el arma nuclear, como es el caso de Francia entonces y ahora.
Con el viaje de Sarkozy, Francia quiere regresar a Oriente Próximo como mediadora y protagonista
Las estrechas relaciones entre Francia e Israel se hallaban hasta hace un año en mínimos históricos, algo realmente paradójico, a menos que se tenga en cuenta que finalmente es una historia llena de paradojas. Jacques Chirac fue el primer presidente francés que reconoció las responsabilidades de la República Francesa en los crímenes cometidos contra los judíos por parte del Gobierno del general Pétain, algo que Mitterrand jamás había querido conceder. A su vez, Mitterrand, tan enamorado de Israel, apareció al final de su vida como amigo benevolente de René Bousquet, uno de los más altos responsables de la deportación de judíos desde la Francia de Vichy a la Alemania nazi. Y sin embargo, la negativa de Chirac a secundar a George W. Bush en el Consejo de Seguridad para emprender la guerra preventiva contra Sadam Husein le ganó la peor enemistad no tan sólo de la derecha estadounidense, sino sobre todo de la opinión pública israelí. Chirac apareció asociado en este momento al nuevo antisemitismo resultante del cóctel de antiamericanismo izquierdista y de antioccidentalismo islamista, que produjo en aquel entonces un reguero de agresiones e incidentes violentos en la misma Francia. La cosa llegó a tal gravedad que el primer ministro israelí, Ariel Sharon, llamó a los judíos de Francia a inmigrar a Israel, obteniendo resultados que, no siendo muy significativos, tenían suficiente entidad como para sembrar la preocupación: 2.400 emigrados en 2002 y 2.000 en 2003.
En un año todo ha cambiado. Sarkozy ha sido invitado a Israel, y acogido como un amigo íntimo, hasta poder decir a los diputados las verdades que sólo a los amigos se les permite: hay que parar la colonización, compartir Jerusalén como capital con los palestinos y negociar sobre la base de la resolución 242 de Naciones Unidas. Nadie lo había dicho con claridad tan rotunda en la Kneset, por más que sean muchos quienes lo piensen. El mérito de Sarkozy es formular en voz alta un pensamiento susurrado entre los máximos responsables europeos. Y de hacerlo ante los parlamentarios, aunque con el detalle prudente de que se abstuvo de leer algunas frases del discurso repartido a la prensa, para no suscitar, como Mitterrand, la protesta de un grupo de diputados del sionismo más radical. Nadie se opone hoy en día a lo que hizo levantarse a aquellos diputados en 1982 para desairar al presidente: "El diálogo supone que cada parte pueda ir hasta el límite de sus derechos, lo que para los palestinos como para los otros puede significar en su momento un Estado". La frase que Sarkozy no dijo seguro que terminará también imponiéndose: "No puede haber paz sin una frontera negociada sobre la base de la línea de 1967".
Con el viaje de Sarkozy, en esta etapa terminal e irrelevante de la presidencia de Bush, Francia reaparece como protagonista en el conflicto de Oriente Próximo. Veremos si aprovecha los seis meses de la ventana de oportunidad que ofrece la presidencia de la UE, que termina justo con el relevo en la Casa Blanca, para que coja cuerpo este protagonismo. Puede dar además un contenido político concreto a la Cumbre de la Unión para el Mediterráneo, que se celebrará el 13 de julio en París, impulsar el diálogo entre Siria e Israel y reforzar el protagonismo europeo en la negociación con ese Irán nuclear que amenaza a Israel. Todo esto es bueno para Francia, pero lo es también para Europa.
La clave es la amistad. Nada se puede hacer sin buenos amigos. Y Sarkozy ha tenido la inteligencia de restaurar plenamente tres amistades. De Francia hacia Europa, que es como decir hacia sí misma, hacia Estados Unidos y hacia Israel. Sin unidad europea y sin vínculo transatlántico ni Francia ni Europa tienen posibilidad alguna de ser algo en ese mundo complejo en el que entran con empuje nuevos poderes y potencias. Con el desamor de Israel, tampoco. La sentencia con que se encabeza este artículo no es de Sarkozy sino del papa del izquierdismo europeo y diablo intelectual denostado por los neocons, Jean-Paul Sartre, y fue escrita en 1944 como cierre de sus Reflexiones sobre la cuestión judía.
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