Poca coña con la virginidad
Dos hechos muy significativos se produjeron durante el pasado mayo -casualmente, el Mes de María-, con sólo dos semanas de interludio. A mediados de mes, el papa Benedicto XVI recibió en Ciudad del Vaticano a 3.000 vírgenes consagradas a mantener intacta la conservación de salva sea la parte con el propósito de vivir sus vidas, tal como les exhortó el Pontífice, "de tal manera que siempre irradiéis la dignidad de ser esposas de Cristo". Por aberrante que nos parezca el asunto no ya a los no católicos, sino incluso a los no fanáticos, cada cual tiene derecho a hacer con su entrepierna lo que le venga en gana. Por más que sepamos que de sexos reprimidos, no sólo de mujer, están los rebaños de borregos llenos. Pero allá ellas y ellos con sus atavismos.
La noticia sólo habría resultado una curiosidad, más o menos deprimente, de las que tiene por costumbre facilitarnos el Vaticano desde hace un par de reinados. Pero dos semanas después apareció la información relacionada con un acontecimiento complementario y gravísimo. En Lille, Francia, un juez se sintió autorizado para anular el matrimonio de dos musulmanes porque ella, que no era virgen como había asegurado y había sido repudiada por su esposo (un ingeniero) y su familia, había llegado a la boda mediante engaño. Podemos suponer que si el novio le hubiera mentido a ella, asegurándole, por ejemplo, que tardaba un mínimo de media hora en llegar al orgasmo, y que en todo caso no lo alcanzaría sin antes proporcionarle un par a ella; y que, al no cumplir con lo prometido, la recién casada se hubiera presentado ante el mismo juez a reclamar una anulación como una casa, ¿debemos inferir que el alto funcionario habría accedido a concedérsela? Permítanme que lo dude.
Daría ganas de vomitar, si no pusiera los pelos de punta, esta incursión en la caverna de un magistrado crecido en el terruño del Siglo de las Luces (y de la Revolución Industrial, que en Lille fue puntera). Pero no nos engañemos. Llevamos demasiado tiempo merodeando en torno a la pertinencia o no del regreso a las buenas costumbres. Para empezar, habría que llamarlas por su nombre: tradiciones retrógradas, auspiciadas por quienes saben que la castidad como meta vital produce desequilibrio mental, cuando no es el resultado de ello. Uno empieza riendo ante Amo a Marta (la parodia de MTV), pero poco a poco va aceptando que su mundo está llenándose de psicópatas que, como no lo prac¬tican, sólo piensan en el sexo, y a quienes se les llena la boca (lamentablemente, de palabras) para ufanarse de su superior control de lo que llaman bajas pasiones.
Entre la recepción papal a las 3.000 vírgenes (un anciano en su sano juicio, o simplemente impelido por la caridad, les habría dicho que no fueran tontas, que la vida pasa en un soplo) y la sentencia del de Lille existe una diferencia que infunde pavor. Y es que el juez se apoyó en el Código Civil para realizar una interpretación torticera de la ley e inmiscuirse en algo tan sagrado (miren por dónde) como la condición sexual de una mujer. Las esposas de Cristo, por mí como si quieren salir a la calle vestidas por Ágata Ruiz de la Prada. En cuanto a las mujeres a las que se obliga a llegar vírgenes al matrimonio para que su amo esté contento, las leyes deben ampararlas. Entre otras cosas porque si mienten, lo hacen para no ser despreciadas, o algo peor, por su comunidad, que casualmente vive, como ellas, en un país que se tiene a sí mismo por civilizado.
Lo que separa los dos hechos es que uno se produce en el terreno de la mitología y el desvarío que toda religión propicia, y el otro, en el marco de una democracia que predica la igualdad de derechos entre los sexos. Y si empezamos a relajar el marco legal, ¿qué nos quedará? ¿Qué le impedirá a monseñor Rouco, si no lo hace la ley, comportarse con los homosexuales como los autócratas de los países islámicos?
La única castidad que no produce malos resultados es la que se observa, por fuerza, a edades como la mía. Y les aseguro que, gracias a los dioses, no es absoluta.
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