Ducha fría irlandesa
El claro rechazo del Tratado de Lisboa sume de nuevo a la UE en una grave crisis de confianza
Irlanda, el único país de la UE obligado constitucionalmente a plantear un referéndum, ha dicho contundentemente no, con una abultada participación, al tratado de reforma de la Unión Europea. La decisión, una ducha de agua fría para los proyectos de una mayor integración y eficacia entre los 27, sume a Europa en una nueva y grave crisis de confianza y compromete decisivamente su papel internacional. El voto de Dublín, recibido con consternación en Bruselas, abre presumiblemente la puerta a un progresivo distanciamiento entre los países que buscan más cohesión y aquellos que no, a una UE de dos velocidades.
El veredicto irlandés -ya en 2001 Dublín rechazó el Tratado de Niza, ahora vigente- puede resultar sorprendente ateniéndose al cambio radical que para el pequeño país de cuatro millones ha supuesto su incorporación a la UE. La Irlanda atrasada, emigrante y pobre que llegó al club hace 35 años se ha convertido hoy, gracias sobre todo a los fondos europeos, en uno de los miembros más prósperos de la Unión. Pero ni la gratitud ni este hecho incontrovertible han servido para contrarrestar los temores irlandeses a disolverse cada vez más en el magma macroeuropeo, ni tampoco para anular la sarta de dislates vertidos en la campaña sobre las supuestas amenazas para Dublín derivadas de un sí al Tratado de Lisboa: desde la liquidación de su tradicional neutralidad hasta la legalización del aborto o el aumento de los impuestos.
Hay otros argumentos para explicar el rechazo. Tienen que ver con lo absurdo de someter a referéndum cuestiones tan complejas como las que albergan las casi 400 páginas del documento de Lisboa, que pretende sustituir a la Constitución europea enterrada por los plebiscitos de Francia y Holanda en 2005. Y también con una coyuntura de desencanto general en Europa, poco propicia a mudanzas institucionales. Irlanda vuelve a constatar, tras años de revolcones de otras consultas europeas, las dificultades de la UE para hacerse atractiva a sus ciudadanos, muchos de los cuales siguen percibiendo el andamiaje con sede en Bruselas como una estructura tecnocrática y remota, falta de transparencia y sin arraigo en su realidad cotidiana.
Un elemental sentido común, sin embargo, dicta que el progreso de un colectivo de casi 500 millones de personas no debe ser paralizado por la opinión adversa de menos de un 1% de sus integrantes, por muy respetable que sea y por muy democráticos que se pretendan los estatutos de los 27. Ningún club con ambiciones políticas y económicas de gran alcance es funcional atendiendo a semejantes maximalismos. Lo probable, por tanto, es que los jefes de Estado y de Gobierno de la Unión Europea, en su reunión de la semana próxima, comiencen a pergeñar mecanismos que permitan mantener vivo el compromiso de ratificación parlamentaria del tratado antes de que acabe el año, en línea con lo avanzado ya por Francia y Alemania e insinuado sotto voce por el Gobierno británico. En Londres, el no irlandés ha inyectado nuevos bríos a los euroescépticos que buscan también una consulta popular sobre el Tratado de Lisboa o simplemente su achatarramiento.
En cualquier caso, las ambiciones europeas de racionalizar y flexibilizar su toma de decisiones, de modernizar sus renqueantes y complejas instituciones con una presidencia estable, de hacer solventes y ambiciosas políticas comunes en materias como asuntos exteriores, defensa o inmigración, han vuelto a ser aguadas por la decisión soberana de los irlandeses y su desconfianza. Más allá de los tecnicismos, el resultado inmediato es que en un escenario global y crecientemente intrincado, donde influir requiere mayor músculo cada día, Europa es hoy un poco más débil políticamente y menos convincente como interlocutor.
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