Escondrijos
Hay quien esconde el dinero en libros y quien esconde los libros en dinero. A simple vista parecen cosas muy diferentes, pero bien mirado no lo son tanto: en ambos casos se acaba por descubrir el truco tras un simple vistazo.
Lo saben de sobra maestros zen, cacos y víctimas de un atraco casero en cualquier película de Tati: cuanto más se esconden las cosas, más fáciles resultan de encontrar. ¿A quién se le ocurre semejante escondite para aquello que se quiere proteger? ¿Entre los libros acumulados? Sólo un intelectual es capaz de diseñar una obviedad semejante, casi tan manifiesta como disimular las cartas de pasión, las sortijitas y los pendientes entre camisones -otro clásico-.
Está claro: no hay que buscar lo importante lejos porque suele estar cerca, incluso dentro de nosotros, dice el maestro. Por eso nadie reparará en lo que está a la vista, justo encima de la mesa -¿cómo va a tener valor lo que no permanece oculto?-.
La vida está llena de falsas pistas, imposturas; cosas que raramente son lo que parecen y, si lo son, disimulan. Eso es lo divertido de la vida, imagino: no saber nunca a qué atenerse. Y puede ocurrir en cualquier momento, entre los objetos más inofensivos. Que se lo digan a Catalina de Medicis, víctima merecida de la peor reputación y experta en unos mortales regalos que apelan al "pérfido encanto" de la femme fatale fílmica de los veinte. Según las malas lenguas, agasajaba a sus enemigas con guantes impregnados en ungüentos venenosos. Vaya manera distinguida para librarse de ellas.
La propia historia del cine está plagada de accesorios asesinos que han encendido, películas tras película, relato tras relato, las imaginaciones de aquellos que han sabido desde el principio que en esta vida nada es nunca lo que parece. Luego llega un incendio y lo arrasa todo. Las reliquias de King Kong, el mono impetuoso y ortopédico, protagonista de los terrores infantiles; y los escenarios de Sienfield, el psicoanalista portátil de los jueves por la noche, que vivía en la casa de aspecto más neoyorquino de toda Los Ángeles, diseñada en el estudio a imagen y semejanza del cliché. ¡Como si en Los Ángeles la gente no necesitara psicoanalizarse!
El disgusto pueril, como quien ve arder un sueño de pronto, sorprende frente a las pinturas del maestro del escondrijo, Arcimboldo, pintor de corte en tiempos de Maximiliano II, en medio de la Viena caprichosa de mediados del siglo XVI. Sus cabezas bizarras e inesperadas, que camuflan entre los pliegues elementos naturales o de otra índole, le popularizaron entre los surrealistas por sus desplazamientos de significado. Ahora, en la muestra de Viena, se hace patente que Arcimboldo es mucho más que inquietantes trampas visuales. Hay en su producción cierta pasión silenciosa hacia el ocultismo tan popular entonces; la belleza triste de un relato fragilísimo, el de una época entera a punto de desvanecerse, dejando un rastro apenas; y hasta una poderosa carga crítica a la corte que le acoge. Se intuye en El bibliotecario, retrato en el cual los contemporáneos supieron reconocer a Wolfgang Lazius, historiógrafo de corte y voraz coleccionista de libros. Tal vez somos, sólo, apenas, lo que poseemos.
No muy lejos del museo, en la Bergasse, la casa del doctor Freud en Viena reproduce su antigua sala de consultas, abandonada tras la invasión nazi. Conociendo la historia de la salida del psicoanalista hacia Londres, con su colección entera de antigüedades empaquetada, tiene algo de sustituto del perdido decorado de Sienfield entre el fuego en los estudios californianos. Al fin y al cabo, al rato un psicoanalista vale por otro. Cosas del duelo.
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