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Reportaje:La primera gran protesta por la crisis

Garrafón de whisky y comida enlatada

Miles de camioneros del Este pasan la noche varados en La Jonquera

A las dos de la madrugada del miércoles, Lubo, un camionero cincuentón, canoso, camisa al aire y barriga y cadena de oro prominentes, muestra ufano en el móvil una foto de la casa que se ha construido en Bulgaria: un fastuoso chalet de dos pisos con piscina. A aquellas horas, la garrafa de tres litros de whisky que comparte con su compatriota Nicolai ya no da para mucho. Ve a su familia de Pascuas a Ramos, pero dice que cada mes, en su trasiego entre España y Centroeuropa, se saca 3.000 euros.

Nicolai y Lubo -como el futbolista Penev, señala han improvisado un comedor en el remolque del camión, alineado junto a otros 3.000 en el aparcamiento del área de servicio de La Jonquera. Adosados, uno a otro, en una ringlera sin fin. Whisky y cerveza para combatir la tediosa espera desde el sábado, cuando la huelga les frenó a seis kilómetros de la frontera. Echan pestes a borbotones de los españoles. "¿Visto tú camionero español por aquí? Yo no. Dormir en su casa con mujer, comida caliente. Ir en coche hasta aquí por la mañana y cortan carretera", se queja Nicolai (cinco años en Valencia le permiten hacer las veces de traductor).

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La misma crítica se repite como una cantilena entre el resto de los camioneros. John y Andy están apostados en la barra del restaurante La Tortuga -burlesco nombre para 3.000 transportistas atrapados en La Jonquera-, en la misma estación de servicio. John y Andy son británicos. Se les nota su poder adquisitivo porque no tiran de garrafa. "Nadie nos informó de nada. Yo llevo productos frescos para Liverpool y se van a estropear. Comparto las reivindicaciones de los españoles, pero nos tendrían que decir algo", comenta John, el típico british pelirrojo y pecoso, que recita de memoria los precios del gasóleo en los países de Europa. E insiste: "El jueves los camioneros españoles pasaron todos la frontera y nos dejaron a los extranjeros aquí".

Fuera, en la gasolinera, una oronda y bajita prostituta, rubia teñida y de edad imprecisa, no tiene suerte. De momento. El dinero no abunda. Que se lo digan a los del restaurante. "Una noche normal esto está lleno. Ahora no para la gente y los camioneros comen enlatado", explica un camarero latinoamericano.

"Mira ese camión, es español. Ese otro, igual. ¿Y los conductores? Te apuesto una cerveza a que no encuentras ninguno por aquí", desafía al periodista un juvenil Biser, también búlgaro.

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Españoles los hay, pero forman ordenados piquetes. En el peaje de la AP-7, Marc, veinteañero, parece el cabecilla. Se apresta a registrar cada furgoneta sospechosa. A la una de la madrugada aparece una italiana. El chófer se defiende: "Llevo medicamentos". "Que te enseñe el CMR [control de mercanías]", le grita un compañero avezado a estas lides. A un kilómetro escaso, en una rotonda de la N-II, otro piquete. Alcohol, ni gota. "La Guardia Civil y los Mossos ya nos ven como delincuentes", se lamenta Daniel Robles, de Albacete. Y Ramon Carrasco inicia la ofensiva. "Con esto no se puede vivir. Pagué 1.750 euros por una revisión completa. Si te pasas cinco minutos en el tacógrafo, 300 euros de multa. En Francia, cada 12 kilómetros, un aparcamiento, y cada 40, un área de descanso. ¿Y qué hago en el Eix Transversal? ¿Que ese gana 3.000 euros? Ni de coña. Debía de ir borracho".

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