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Columna
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Educando

Las facultades se han convertido en colegios, en una extensión de los institutos

Hace unos días me encontré con la madre de un alumno mío. La conozco de antiguo, y hablamos de su hijo. La mujer estaba seriamente preocupada porque a su hijo, alumno del Bachillerato científico y que previsiblemente ingresará en la universidad el próximo curso, le ha dado por la filosofía. Casi indignada, se preguntaba por qué a su hijo le había entrado esa afición por lo volátil en lugar de interesarse como los demás por lo que hay -esa era su expresión para referirse a lo tangible-. Con gestos de irritación que iban en aumento y llevándose las manos a la cabeza, no cesaba en sus diatribas contra lo etéreo, lo volátil y lo inconcreto y de contraponerlos a lo que hay, que es lo que busca la gente razonable. Hasta que acabó por concretar el sentido que esa expresión tenía para ella: yo veo que los demás buscan lo que hay, y lo que hay es... el dinero. Ese era el objetivo de una vida, y la filosofía, por supuesto, no servía para alcanzarlo. Es más, quien se interesaba por la filosofía y cosas similares era porque estaba preocupado por sí mismo, por sus propios problemas, de ahí que ese interés rayara casi con la insania y constituyera un doble motivo de preocupación.

Lo que hay es el dinero. Pasé por alto que me lo dijera a mí, perfecto militante del bando de la insania en tanto que profesor -aunque no de Filosofía, por lo que espero que no se me acuse de la perversión de ese joven-, y es que uno está acostumbrado a ese tipo de delicadezas. Naturalmente, es fácil suponer lo que esa mujer espera que la universidad le ofrezca a su hijo, un título que le permita dedicarse a la búsqueda y consecución de lo que hay. Y cuanto más, mejor. Las vías de la insania son múltiples, aunque no todas del mismo grado, y no me parece que la investigación, o la simple docencia, cumplan las expectativas de lo que hay. Por eso no me sorprendió que los tres catedráticos universitarios que mantenían una charla el pasado domingo en este periódico se alarmaran porque los ciudadanos normales se mostraran satisfechos por lo que la universidad les ofrecía. Buscan un título hacia lo que hay, y es lo que le piden a la universidad y lo que ésta les da. El resto les preocupa poco. Cabe, sí, que les interese el pedigrí de ese título, pero sospecho que esa preocupación afecta tal vez sólo al 4% de los genios o al 18% de los excelentes, clasificación en la que insistían los tres profesores y que me llamó la atención.

No creo que deba intervenir en el debate de los problemas universitarios, problemas que tan bien esbozaban los tres profesores en su conversación. Sí me interesan algunos aspectos de esa conversación que, de alguna manera, me afectan. Pertenezco a esa generación que, como decía Mari Carmen Gallastegui, se formó más fuera de las aulas universitarias que en ellas. "Yo todo lo que aprendí, dice, lo aprendí fuera". Y yo añadiría que el resto lo aprendí después, o bien antes. Había que ir a la universidad para aprender fuera de ella, excelente conclusión. Los universitarios actuales carecen, por lo que se ve, de esa formación extramuros y las facultades se han convertido en colegios, en una extensión de los institutos. Los tienen asfixiados, y todo lo que aprenden los alumnos lo aprenden en las aulas, aunque con resultados desalentadores.

Sólo consigue aprender de verdad el 4%, que serían los alumnos geniales. Sin embargo, la sociedad no vive de genios, sino del 18% de los llamados excelentes, grupo que en España habría sido barrido por la enseñanza media e incorporado al pelotón de los torpes. El genio, en efecto, aflora siempre, si bien, mal que les pese a nuestros profesores, no siempre lo hace en la universidad, y Einstein no es el único ejemplo de ello. Pero, si el genio emerge, ¿qué ocurre con los excelentes? Habrá que reconocer que por lo menos se recuperan. Lo pasmoso es que a esos excelentes tan disminuidos por la enseñanza media la universidad sea incapaz de recuperarlos, y lo reconozca y se quede tan ancha. Tal vez no sea sólo la investigación la que falla. La patata, no hay duda, está caliente, pero al parecer nos quema a todos.

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