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ÍDOLOS DE LA CUEVA | 75 años de la Feria del Libro de Madrid
Columna
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Un héroe, un villano, una mujer fatal

Manuel Rodríguez Rivero

Desde el punto de vista de la industria cultural, podría decirse que la nuestra es la época de las secuelas. Incluso de lo que ahora llamamos con incorrecto mimetismo "precuelas". Lo que interesa es lo que no se dijo antes de que el joven Kent se convirtiera en Supermán, qué se dejó sin contar de Scarlett O'Hara, qué se puede añadir a Peter Pan, cómo se comporta en aquel remoto rincón del universo la progenie de Alien, qué nuevas urgencias podrían interrumpir la jubilación del casi anciano Indy. Se diría que el lema de los ejecutivos responsables de los contenidos en la industria del entretenimiento es "para qué arriesgarnos con la novedad, cuando conocemos lo que da de sí el talento probado". Lo mejor es repetir, serializar, estirar el éxito: y si el autor original ya no está para hacerlo, se contrata a quien mejor se adapte a su plantilla.

Sebastian Faulks ha conseguido lo que podríamos considerar una "novela histórica de James Bond"

El último episodio de la moda secuencial se llama Bond, James Bond. La esencia del mal (Seix Barral), traducción antibondiana e intelectualoide del original Devil May Care, no es, ni mucho menos, la primera franquicia novelesca concedida por los derechohabientes del autor a través del consorcio Ian Fleming Publications Ltd., que es el departamento que se ocupa del legado literario en el rentable imperio familiar. Desde 1964, fecha de la muerte de Fleming, ha autorizado una treintena de libros que explotan al personaje, todos con escaso éxito; y eso a pesar de que algunos fueron firmados por prestigiosos novelistas profesionales, como John Gardner o Kingsley Amis (bajo el seudónimo de Robert Markham). Pero Bond encierra una maldición: convirtió en notable a un escritor mediocre (Fleming) y ha transformado temporalmente en mediocres a todos los que, no siéndolo, se atrevieron con él.

Eso es lo que también le ha sucedido a Sebastian Faulks (1953), elegido para escribir una novela Bond que diera lustre a la celebración del centenario de Fleming. Tras un espectacular "lanzamiento" internacional en el que ha colaborado hasta la Royal Navy -y que incluía uno de esos irritantes embargos que terminan beneficiando a los libreros poderosos-, el nuevo Bond ha conseguido arrancar publicidad gratuita en casi todos los medios del planeta. Pero Sebastian Faulks no es Ian Fleming, al contrario de lo que proclama la cubierta de la novela. Y eso que, al menos, ha conseguido evitar dos tentaciones peligrosas: en primer lugar, la de novelar un Bond más próximo a la imagen que nos han proporcionado las 21 películas de la saga que a los 14 libros en los que Fleming edificó el canon; y, en segundo, la de mantener la aureola de superhéroe de cómic de la que el agente 007 ha venido impregnándose paulatinamente.

Y es que, a pesar de lo que proclamaba Fleming, no basta "un héroe, un villano y una mujer fatal" para armar una historia. O al menos no le ha bastado a Faulks, demasiado preocupado en restituir al personaje justo donde lo había dejado su antecesor (los swinging sixties), con lo que ha conseguido lo que podríamos considerar una "novela histórica de James Bond". Ni el villano doctor Julius Gorner, con su mano de simio, ni la sugerente Scarlett Papava (papaver=opio) están a la altura de sus antecesores en esta nueva aventura que transcurre básicamente en París y en el Irán del Sha (¡qué tiempos!). Ni tampoco Bond, desde luego, demasiado pensativo para mi gusto y ahora más políticamente correcto con las mujeres. La única que se parece a sí misma es mi adorada Moneypenny, descrita por Faulks como "un cancerbero con traje sastre". Claro que a lo mejor mi disgusto viene de que, como Bond, pertenezco a otra época. Y pienso que a los mitos, como a las rosas, no conviene tocarlos demasiado: pierden brillo.

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