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Columna
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Dietas milagro

Pocas debilidades hacen tan vulnerable al ser humano como sus complejos. Todos sufrimos alguno y lo inteligente es ocultarlo, porque si no todos los golpes nos los darán ahí. Fíjense en los críos. En un chaval, el menor defecto puede convertirse en trauma por la machacona insistencia con que otros pequeños monstruos se lo destacan. Al bajito le llamarán enano, Pinocho al de las narizotas y el gordito se quedará con fati o bola.

El niño por definición es un ser cruel, o para ser más exacto, un cabroncete. El problema es cuando son adultos los que aprovechan un complejo para manipular a quienes lo padecen en su propio beneficio. Ésos elevan su categoría a la de cabronazos. Es el caso de los que venden las dietas milagro.

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Estamos en el preludio del verano y es el momento idóneo de embaucar a quien esté o se sienta gordo. Y son muchos hombres y muchísimas mujeres. Hay cálculos que cifran en un millón el número de féminas que se han puesto a régimen esta primavera en Madrid. Un millón de señoras y señoritas, entre los 16 y los 50 años, que pretenden embutirse el mismo biquini del año anterior o, si fuera posible, uno de talla menor. La capa todo lo tapa, pero en estas fechas la sentencia implacable del espejo ante la desnudez les provoca un sentimiento de pánico que exige medidas correctoras inminentes cuando ya es tarde para quemar calorías haciendo deporte. Parecería que sólo un sistema pretendidamente revolucionario o un producto mágico, algo que suene muy nuevo y muy raro puede lograr que aquel pequeño short o el vaquero de marcar vuelva a cubrir sus perfiles sin hacer saltar la botonadura, cortar la carne ni estrangular el flujo sanguíneo.

En semejante estado anímico, cualquier estupidez es susceptible de resultar convincente, lo que explica que en la actualidad haya decenas de miles de ciudadanos que sin sufrir minusvalía psíquica alguna estén haciendo con su cuerpo enormes estupideces. Es el caso de quienes militan en dietas como las del pollo o la piña, en las que sólo se consiente la ingesta de un único alimento. Proliferan las exóticas hierbas, las extrañas pastillas y programas dietéticos absolutamente irracionales contrarios al conocimiento científico, y que ponen en riesgo la salud de quienes lo siguen. En este aspecto, la ignorancia suele situar en el cero absoluto la preocupación por las consecuencias que no son, sin embargo, de carácter menor. De momento, sufrirán desequilibrios nutricionales que dejarán el cuerpo en precario ante cualquier posible padecer. Puede haber daños renales, hepáticos y hasta enfermedades cardiovasculares. Todo eso mientras los efectos laxantes y diuréticos provocan una pérdida inicial de peso que justifica en apariencia el gasto económico y el esfuerzo realizado. Ahí reside el mayor error de percepción y el éxito del fraude. Después, tras el paso de los días, el metabolismo reaccionará con un efecto rebote que, según los especialistas, puede llegar a duplicar el peso perdido. Al final les engorda hasta el aire y en lugar de esculpir el cuerpo de gamba soñado terminan como una foca.

Sólo adelgaza la moral y el bolsillo. La única dieta inteligente es la que sale del diagnóstico de un buen nutricionista. Dietas que insisten en la necesidad de mantener la ingesta de los productos básicos reduciendo el consumo de grasas. Eso, complementado con la práctica regulada de ejercicio físico, si lo que se pretende es mejorar el aspecto y el tono corporal, no sólo adelgazar. Cualquier invento que no pase por estos parámetros racionales hay que ponerlo bajo sospecha y rechazarlo de plano para no hacer el imbécil. Evitarlo debería ser compromiso de la Administración sanitaria, y no parece que en la actualidad ningún organismo público esté presentando batalla a los fraudes.

No hace mucho pudimos comprobar cómo un depurativo supuestamente prodigioso se anunciaba en los medios de comunicación a bombo y platillo. Hubieron de pasar semanas y asistir a la venta de toneladas del brebaje en cuestión antes de que una orden tajante lo retirara del mercado por sus efectos adversos. El de la obesidad es un problema creciente y el sistema público de salud no le ha tomado aún la medida. Falta información, prevención y fortaleza con los charlatanes.

Un buen apoyo sería el implicar en esa responsabilidad a los farmacéuticos, demasiado apalancados en el papel de simples tenderos. Los boticarios conforman la red sanitaria más extensa y accesible y, aunque alguno parece haberlo olvidado, tienen un compromiso ético con la salud. Ninguna dieta debería burlar los filtros científicos o administrativos. Y las que prometen milagros, mucho menos.

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