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Columna
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Algo habrá hecho

Hubo un tiempo en que el muerto era el culpable. Estar en una caja con los brazos cruzados sobre el pecho era algo sospechoso. Aprendías desde niño a desconfiar de esa gente callada, inquietante, violentamente quieta. "Algo habrá hecho", decían unas voces que se multiplicaban como un eco. Nadie podía ser muerto sin motivo, sin al menos una buena razón para serlo, al menos no en un pueblo como el nuestro. Nadie podía ser asesinado. Nadie era asesinado. De vez en cuando aparecían cadáveres, juntos o en compañía de otros, en algunos lugares, en el suelo, entre los hierros retorcidos de un coche o adheridos al muro de un cuartel. Aquellos muertos se recogían pronto, se introducían en bolsas, luego en cajas y más tarde en aviones que los llevaban lejos, donde nadie sospechaba de ellos por el hecho de estar en una caja con los brazos cruzados o sin brazos.

Hubo un tiempo en el que el homenaje a Piñuel en el Parlamento vasco hubiera sido impensable

Hubo un tiempo -felizmente pasado- en que el muerto era siempre el culpable. La sospecha se abatía sobre él. No era pensable que uno de los nuestros -un vecino, un pariente, un amigo- asesinara a alguien sin una buena causa, un buen motivo, una buena razón para matarle. Había que explicar lo que, de otra manera, sería inexplicable. El hombre necesita explicaciones, las busca o las inventa. Las personas necesitan dormir y, en ciertos casos, la única manera de lograrlo es dormir previamente sus conciencias. Hay historias fantásticas que actúan como el mejor somnífero, como el más eficaz de los opiáceos. Y hay historias que duermen a los niños. Las mismas que más tarde, convertidos en jóvenes, los animan a entregarse al servicio de la patria con ardor y fe ciega.

Hubo un tiempo en el que un homenaje como el tributado a Juan Manuel Piñuel en el Parlamento vasco el pasado jueves hubiera sido un hecho no solo irrealizable, sino impensable. Hubo un tiempo en el que Juan Manuel Piñuel hubiera sido un muerto de tercera. Ese tiempo pasó. Para algunos, no obstante, el homenaje del pasado jueves debió ser algo parecido a una profanación. Lo del pasado jueves fue lo nunca visto. Vimos lo nunca visto. Pero al día siguiente oímos lo de siempre, el eco eterno que acompaña a los muertos en este hermoso país.

El mismo Parlamento que el pasado jueves homenajeaba al último muerto por ETA -miembro de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado- aprobaba el viernes una resolución en la que se acusaba al Gobierno central de "amparar" de modo "sistemático" a las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado ante las denuncias por tortura presentadas contra ellos. Amparar la tortura o a los torturadores es algo más que grave.

No debería nadie dormirse ni mirar hacia otro lado cuando se habla de un asunto como este. Pero tampoco nadie debería nunca lanzar alegremente (sistemáticamente) ciertas acusaciones que, en el peor de los casos, confunden a las víctimas con los verdugos. Y menos con el cuerpo de José Manuel Piñuel todavía caliente.

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Hay coincidencias desafortunadas y hay iniciativas, como la del pasado viernes, que resultan obscenas a la fuerza. Argüir que lo cortés no quita lo valiente no vale. Los presuntos torturadores deben ser denunciados puntualmente y juzgados. No es que se pueda hablar de ello, es que se debe hacer. Extender la sospecha sobre el Cuerpo al que pertenecía la última víctima del terrorismo vasco al día siguiente de su entierro es algo, ¿cómo decirlo?, feo. Es como oír de nuevo el viejo "algo habrá hecho".

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