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Columna
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Chulapos y chulapas

La impresión que uno tiene cuando llega a una ciudad tan enmarañada como Madrid es impagable. Privilegios del turista. Esa primera visión será todo lo superficial e incompleta que se quiera, pero la sensación de novedad y sobre todo de extrañeza es algo así como el acento y musicalidad de un idioma que no conocemos. ¿Cómo sonará mi lengua en los oídos de un francés o un ruso? Jamás podré saberlo, no puedo alejarme tanto de ella como para compararla con otra, no soy capaz de escucharla con neutralidad. Pues algo parecido nos sucede con el lugar en que trabajamos, dormimos, nos alegramos, entristecemos y a veces hasta nos enamoramos. Llega un momento en que lo consideramos nuestra segunda piel. Quizá por eso una pregunta que sale sola en cuanto tenemos delante a un extranjero que nos visita, desde actores famosos a seres anónimos mapa en mano, es qué le parece la ciudad. Aparte de que a uno le agrade oír que su segunda piel no es un asco, la pregunta encierra una auténtica curiosidad por descubrir algo más que se nos escapa, algo que, como la carta robada de E. A. Poe, de tan visto ya no lo veamos.

El chotis vino de fuera y se quedó como muchos de los que estamos aquí
El mismo símbolo del oso y el madroño no encierra ninguna megalomanía

Según lo que me dicen por ahí fuera, lo más conocido es el Museo del Prado y pisándole los talones, si no por delante, algo tan vago como la noche de Madrid, de hecho hay gente que aún se acuerda de la movida de los ochenta y que viene a hacer tesis doctorales sobre aquel espejismo cogido por los pelos. Ya no es como hace unos años, pero que Madrid haya sido capaz de exportar y encontrar sus señas de identidad en algo tan cósmico como la noche y en algo tan normal como la diversión y las copas supone un gran talento de la gente del pueblo, que es la que está llenando de farra sus calles. Madrid, a falta de unas Fallas o de unos Sanfermines, exporta calle. En las postales turísticas, aparte de las dedicadas a la Puerta de Alcalá o la Biblioteca Nacional, tendría que aparecer como reclamo gente con un vaso en la mano apiñada en la puerta de un bar. Sin embargo, últimamente queremos más, queremos tener tradiciones más arraigadas y antiguas que la Movida o el botellón y hemos mirado hacia nuestro pasado.

Y nos hemos dado cuenta de que la identidad de Madrid no está en lo señorial, en la monumentalidad, ni en grandes tradiciones, sino en lo popular, en la gente, de nuevo en la calle. Lo popular es lo que la hace distinta, le da gracia y ese toque altanero (a veces antipático, todo hay que decirlo), que hace que un madrileño pueda ser pobre pero no humilde ni modesto, que se hable de las praderas (como si fuesen inmensas), de un río que se puede desocupar y llenar como una bañera. Y es el caso que para hacerles crecer raíces a los madrileños y que nos sintamos aún más de aquí, se haya tenido que recurrir a las fiestas populares, a las verbenas, que se hayan desempolvado los trajes de chulapa y chulapo, las manolas, los chispas, el chotis, el organillo, el mantón de manila, el azucarillo y el aguardiente y que se trate por todos los medios de que castizo no sea sinónimo de añejo.

A mí lo que más me gusta es que nada es grandilocuente ni solemne en estas fiestas, no hay grandes símbolos, ni grandes palabras, ni elevados sentimientos, ni mucho menos ideales, todo es cotidiano y difícilmente sencillo como el chotis, un baile concentrado al máximo en un ladrillo. Un baile íntimo, de pareja, nada de saltos ni levantar la pierna, nada de coros y danzas. El chotis y la verbena van encaminados a alegrar una tarde, nada más, a ser posible con "una morena y una rubia, hijas del pueblo de Madrid", van dirigidos a la sensación del momento, a pasarlo bien.

Por cierto que el chotis vino de fuera y se quedó como muchos de los que estamos aquí porque Madrid está montado sobre el mestizaje. Muchos barrios los crearon los inmigrantes que vinieron en los cincuenta y sesenta buscando trabajo de otras regiones del país, y ahora me encuentro a mis vecinitas chinas y rumanas vestidas de madrileñas.

Los trajes, por cierto, tienen un precio bastante asequible y no pueden ser más sencillos, trajes de calle, creíbles, ponibles, que el uso auténtico que se le dio en su día ha sellado, nada de aparatosos peinados, ni peinetas, ni sayas, digamos que no es el típico traje típico. Y, como remate, el patrón de Madrid era un simple labrador, san Isidro. Y el mismo símbolo del oso y el madroño no encierra ninguna megalomanía, el oso no está atacando, ni mostrando fuerza, ni poder, sino comiendo pacíficamente de un madroño, que es un árbol pequeño, un arbusto.

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