La fiesta equivocada
A diferencia de Antonio Muñoz Molina, que según confesaba en este periódico está harto de Mayo del 68, porque ya lo sabe todo de él, yo sigo con un interés enorme cuanto se publica sobre el asunto, porque no sé nada. Bueno, una cosa sí sé, y es que a estas alturas resultan tan sospechosos los defensores entusiastas de Mayo del 68 como sus no menos entusiastas detractores. No me parece que haya que ser un defensor entusiasta de Mayo del 68 para aceptar que muchas cosas saludables que han ocurrido después no habrían ocurrido sin Mayo del 68; no me parece que haya que ser un detractor entusiasta de Mayo del 68 para aceptar que no todo lo que surgió de Mayo del 68 fue saludable. Al fin y al cabo, aquellos días también tuvieron perdedores: uno -denunciado universalmente- fue el principio de autoridad, que entró en una crisis de la que aún no ha salido a causa del ímpetu libertario de aquella revuelta global; otro, si aceptamos el brillante diagnóstico de Josep Ramoneda, fue "la generación de la droga": "los que pensaron que la fiesta continuaba en la heroína y lo pagaron con la vida". Yo pertenezco -perdonadme- a la generación de la droga, y sobre eso sí tengo algo que decir.
Lo primero que tengo que decir es que no fue una generación de perdedores; me gustaría decir que lo fue (porque el perdedor conserva un glamour perfectamente lógico en esta histérica sociedad de ganadores), pero la verdad es que no lo fue, o al menos no lo fue más que cualquier otra generación. Es cierto que algunos miembros de la mía se destruyeron, pero también es cierto que no fue la heroína, sino el matarratas, lo que los destruyó, y que es muy probable que quienes se quitaron de en medio con el matarratas (o con la heroína) lo habrían hecho igual con cualquier otro veneno, porque de lo que se trataba no era de continuar la fiesta, sino de quitarse de en medio. Lo segundo que tengo que decir es que, aparte de quienes encontraron en el romanticismo memo de la droga una forma con prestigio de abdicar de la realidad, los demás éramos buenos chicos, lo que a la larga es muchísimo más peligroso. Aunque resulte humillante reconocerlo, éramos tipos que no daban disgustos en casa, que nunca faltaban a clase, que nunca hablaban en clase, que sacaban unas notas razonablemente buenas, algunos incluso muy buenas; en suma: tipos grises, sin brillo y con aire prematuro de funcionarios que empleaban su tiempo fumando porros y leyendo a Borges, dos actividades que casi no dejan tiempo para nada más. Como apenas habíamos nacido en el 68 y apenas teníamos uso de razón cuando Franco murió, la política nos la soplaba, hecho que mereció severos reproches por parte de los mismos que años más tarde nos reprocharon que la política hubiera dejado de soplárnosla; como éramos unos pasotas, no organizamos una puñetera huelga, no asistimos a una puñetera manifestación, no montamos una puñetera orgía. Por supuesto, no todos éramos iguales, pero había algo importante que nos unía: el desprecio por los tipos del 68. No eran nuestros padres, sino nuestros hermanos mayores, lo que no hacía más que empeorar las cosas, porque contra un padre te puedes rebelar, pero contra un hermano no. Savater dice que hoy es casi obligatorio reírse de la ingenuidad de los lemas del 68; es verdad, pero, modestia aparte, la rechifla la empezamos nosotros: ¡Dios santo, menudo cachondeo se formaba con lo de "prohibido prohibir", con lo de que "la poesía está en la calle", no digamos con lo de "gozad sin trabas"! He dicho desprecio; mentí: era envidia. Una envidia feroz, justificada: los del 68 eran los más altos, los más guapos, los más ricos, los más modernos, los más transgresores -sobre todo los más transgresores-, habían luchado contra los padres y contra Franco, habían montado todas las huelgas, todas las manifestaciones, todas las orgías y padecían una inflexible propensión a escupirnos por el colmillo. En público nos reíamos de aquellos mentecatos que aún consideraban a Sartre superior a Borges, pero en privado no quedaba más remedio que admitir que con Sartre se ligaba muchísimo, y que la más hermosa mira siempre al más fiero de los vencedores. Por lo demás, es falso que no asistiéramos a fiestas: no sólo asistíamos a todas las fiestas, sino que siempre nos quedábamos hasta el final, fumando en un rincón, esperando que ocurriera algo antes de que se encendiesen las luces; nunca ocurrió nada, pero al día siguiente llegaban ellos y nos decían riéndose a carcajadas, felices y exhaustos, que habíamos asistido a la fiesta equivocada, y la vida estaba en otra parte. Lo intentamos todo, incluso dejar de ser buenos chicos, pero ya la catástrofe se había consumado y ni siquiera sabíamos cómo ponernos a ello. Hechas las sumas y las restas, hay acuerdo en que Mayo del 68 fue, antes que una revolución, una fiesta en toda regla, suponiendo que todas las fiestas en toda regla no sean antes que nada una revolución. Dicen las crónicas que hubo gente que la disfrutó; nosotros no, y todavía andamos buscándola. Bien pensado, quizá Ramoneda tenga razón y al menos en este sentido sí sea verdad que somos una generación de perdedores. De ser eso cierto, debo decir que la cosa no tiene el menor glamour, ni la más mínima gracia.
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