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La irritación de los constructores con Solbes

Antón Costas

Acostumbrados a más de 10 años de bonanza, de vender todo lo que se podía producir aun antes de comenzar la obra, de precios estratosféricos, de plusvalías muy por encima del beneficio normal en cualquier otra industria, de ostentación pública de riqueza, ahora algunos promotores y constructores de vivienda se encuentran con la cruda realidad de tener que hacer frente a los excesos de endeudamiento, buscar salida a un elevado número de viviendas construidas que no encuentran comprador y replantear el futuro del negocio para condiciones de normalidad del mercado.

Fervientes partidarios del mercado libre en los años de vacas gordas, la crisis les ha vuelto de repente intervencionistas, reclamando, casi con apocalíptico dramatismo, la ayuda del Estado. Naturalmente, esa petición no la justifican los constructores en razón de su propio interés, sino atendiendo a los "más de un millón de empleos" que se perderán si el Estado no interviene.

La crisis permitirá una reconversión, igual que antes lo hicieron otras industrias y el sector automovilístico

Esas llamadas de socorro han hecho mella en la nueva ministra de la Vivienda, pero no así en el ministro de Economía y Hacienda, Pedro Solbes, que es, en último término, el que tiene la llave de la caja de los recursos públicos. El ministro, como un buen médico, es partidario de la purga como medicina para los excesos, y no cree que se deba impedir artificialmente el necesario ajuste en la construcción.

Esta posición, expresada en la Comisión de Economía del Congreso la semana pasada, ha irritado a la patronal española de la construcción, cuyo presidente ha acusado a Solbes de decir "frivolidades", y le ha conminado a dejarse de "discursitos" y dedicarse a hacer un mejor diagnóstico. Por lo que se ve, el lenguaje de algunos constructores es peculiar, asilvestrado, callejero, de andamio, si me lo permiten los trabajadores del sector. Nunca antes lo había escuchado de representantes de otros sectores industriales -como el caso del textil, el naval y el siderúrgico- que antes lo pasaron igual o peor que ahora los constructores.

Si de algo no se le puede acusar a Solbes es precisamente de frívolo. En este sentido, el ministro no se distingue precisamente por ser la alegría de la huerta, como queda reflejado en su doble del programa Polonia, de TV-3. Por el contrario, su estilo es el del rigor sin florituras, aunque, eso sí, no sin una cierta sorna a la gallega, como la que utilizó la semana pasada al responder a la acusación de "despreciar" al sector de la construcción que le hizo Cristóbal Montoro, nuevo portavoz económico del Partido Popular y anterior ministro de Hacienda en los gobiernos de Aznar: "¿La solución que propone es que sigamos construyendo 750.000 viviendas al año aunque no las vendamos?", le contestó el ministro.

El diagnóstico de Solbes es acertado: "el sector ha acumulado excesos en años anteriores que deben ser corregidos para que la construcción residencial vuelva a crecer con normalidad, en el entorno del 3%". Eso no significa desconocer que "el ajuste de la construcción, y su efecto arrastre sobre el resto de sectores, va a tener inevitablemente un impacto en el PIB, aunque será transitorio". Pero es inevitable y sano. No es el momento de inyectar ayudas que actúen como estímulo fiscal.

La palabra clave en el diagnóstico de Solbes es, a mi juicio, "normalidad". Y la normalidad para el sector de la construcción residencial no es lo que ocurrió durante la década que acaba de terminar. Fue un periodo de anormalidad, con la iniciación de una media de 650.000 viviendas al año (más que las que se iniciaron en Alemania, Francia e Italia), cuando la formación de nuevos hogares estuvo alrededor de la mitad; y en el que los precios se incrementaron a una media anual alrededor del 12%. El simple sentido común dice que ese comportamiento no podía ser sostenible, ni era sano.

Normalidad significa que más allá de la crisis actual, la industria de la construcción tiene un futuro razonable y hasta brillante en nuestro país. La inmigración, el retraso en la emancipación de los jóvenes y el crecimiento espectacular de nuevas formas de hogares significan una demanda importante y sostenida en los próximos años.

Pero eso no significa que todas las empresas del sector tengan que ser salvadas de la crisis. La purga que necesita el sector tiene en la crisis su mecanismo darwiniano: supervivirán los mejores. Y eso será bueno para la industria. Lo saben perfectamente los promotores y constructores que después de padecer y sobrevivir a la crisis anterior, de la primera parte de la década de 1990, no se dejaron llevar por los excesos de ésta.

En una economía de mercado cada palo ha de aguantar su vela. No vale ser liberales cuando la cosa va bien, y llamar al papá Estado cuando arrecia el temporal. Sólo los banqueros se salvan, en parte, de esta regla general, por la singular importancia que la confianza en el sistema financiero tiene para la estabilidad del conjunto de la economía. Pero no así los constructores, que, como los empresarios de cualquier otro sector industrial, han de aguantar el ciclo económico y pagar sus propios excesos.

No hay mal que por bien no venga. Esta crisis debe permitir al sector de la construcción residencial llevar a cabo una reconversión profunda, de la misma forma que antes lo hicieron otras industrias y el sector automovilístico. Es el esfuerzo profundo de mejora de la innovación, la productividad y la calidad del producto, y no la irritación con Solbes, la que sacará de la crisis a la construcción y le dará una imagen pública de industria innovadora que hoy no tiene. Por lo que veo en una publicación reciente de la Cámara Oficial de Contratistas de Obras de Cataluña, de eso son también conscientes los constructores más renovadores.

Antón Costas es catedrático de Política Económica de la UB.

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